
Estamos en el siglo en el que da más pena morirse: en el de Lenin, Einstein y el cohete luminoso de Godart. Siglo de esperanza, en que todo se hace posible: la invasión de las estrellas con las alas mecánicas de Fitzsimon, la longevidad incalculable con la glándula intersticial de Voronoff, la demolición de todas las cáscaras crueles y podridas, matadoras del hombre, de la poesía de la tierra, con las figuras geométricas de la propiedad, con la conquista definitiva del espacio; y la alimentación sintética y por vía química. Loas, hermano, por los rayos X, por la motocicleta aérea de Gourur, por el telescopio ultrapotente Reading. Loas por el Cap Polonio, un transatlántico que parece un rascacielos del mar. Lo fui a ver desde la escollera. ¿Te acuerdas, aquella escollera de nuestra embriaguez astronómica con Sabat? Y pasó bajo la noche estrellada del puerto maravillosamente encendido y poderoso. Conseguí después visitar las máquinas. Tú hubieras tenido que ver esa especie de catedral y bosque de acero y de llamas. Yo vi ahí el alma de toda la vida moderna. Vi al hombre. Vi su nuevo orgullo y su nueva firmeza. Mi sentido de poeta maquinista volvió a afirmarse ahí. No puede ser asimétrica y blanda la nueva poesía (la máquina es sólo ritmo y equilibrio), tiene que ser deslumbrantemente nerviosa y afirmativa, tensa, de un expresionismo más agudo, más vital. Porque lo que ha cambiado no es la vida ni la naturaleza que siempre son el mismo espíritu que está ahí. Lo nuevo es llegar a una expresión más ardiente y desnuda de nuestros sueños y las cosas. Sólo hoy he comprendido a los clásicos. Son extraordinarios. El estilo que produjeron, que es lo que aún le falta de un modo más definitivo al arte moderno, obedeció a una profunda actitud vital frente a la naturaleza. Los otros después, los pseudoclásicos, no imitaron esa actitud vital sino de las formas, los patrones, los motivos que, desaparecido el color local de esas épocas, desapareció con ellas. Y he ahí por qué de lo clásico, que fue lo vital, nos hicieron una cosa repugnante y muerta, inmundamente falsa, empeñada en repetir motivos que no tenían ningún contacto humano con la realidad nueva de nuestra vida. Nada de espíritu, sólo formas.
Fragmento de una carta de Juan Parra del Riego a su hermano Bernardo.
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