En el sentido de una entrada anterior, tres cuentos y dos cuadros de cuatro artistas coterráneos.
Versión genérica en palabras de la verbalización correspondiente al estado de «espera en la esquina» de lo que no llegó de Macedonio Fernández.
Cuando el Diablo estaba haciéndoles lados del revés a las cosas; desconcertando la concordancia entre los ojales de la camisa y los del puño a colocar; enseñándoles a los techos a lloverse y al llavero a quedarse en el pantalón que uno se cambió; dando uñas a las suegras sin yerno; creando la permanente gota de lluvia del baño qué cae en nuestro cuello cuando nos inclinamos sobre la bañadera para lavar las manos; haciendo que los trompos no quieran bailar sino delante de nosotros de modo que cuando al lanzarlos se enreda el hilo en la púa del trompo nos da en la frente; haciendo enredos incontables con el hilo desovillado para el barrilete, con el cordón de la línea de pescar y la lana de tejer; poniendo el sol bajo y de frente a los que se dedican a la pesca; editando esos diarios de ochenta páginas esgrimiendo los cuales con gran bulla, enarbolándole las hojas, no encontramos dos que se sigan y detrás de ellos la familia no nos encuentra para llamarnos a almorzar; inventando los guantes y los laderos de la cama que no sirven más que para su lado; ese grillo que se entra en la pieza y cuyo gotero de canto nos olvidamos cerrar al acostarnos, y esa canilla que quedó abierta y parece que el agua no cesará de extenderse en toda la casa; esa cabeza de fósforo que estalló entre nuestra uña y nuestra yema; la corbata que no corre dentro del cuello doblado mientras nuestra novia ha llegado y está sola con nuestro primo en el vestíbulo; esa algazara de gatos en el techo que no nos deja oír una trifulca de perros en la vereda; la llave que se quedó entrampada en la cerradura; el chico ahijado que viene a visitarnos cuando no había quedado en la casa más que la joven mucama; los dos sobres listos con dirección puesta para las cartas que metemos en el sobre que no es.
Cuando el Diablo hizo llegar al otro lado los agujeros de mantel…
Cuando el Diablo…
Vuel villa de Xul Solar.
El tren de Santiago Davobe.
El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje.
Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre.
Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren se retardaba tanto que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles y ya iba hacia la adolescencia, cuando Ramos mejía me ofreció un acalle sombrosa y romántica, con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de conocer y visitar a sus padres y al patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí y, como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo.
El jefe de estación, que era amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa me enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante en tiempo presente, que ofrece el ferrocarril Oeste, pude ser alcanzado por mi esposa que traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard pero elegantes, y también de buenas carteras de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porque antes había otro tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero, ya en el tren, gustaba de ver a mis hijos tan floridos y robustos hablando de foot-ball y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar.
Pero en Flores me aguardaba lo inconcebible; una demora por un choque con vagones y un accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación de Liniers, que me conocía, se puso en comunicación telegráfica con el de Flores. Me anunciaban malas noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar el tren que estaba detenido en esta última estación. Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada a mis hijos, a quienes había mandado adelante para que bajaran en Caballito, donde estaba la escuela.
En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su detención invisible. Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos acompañara en tan felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes políticos y, pensando en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como un sonámbulo a la «Compañía de Seguros», donde trabajaba. No encontré el lugar.
Preguntando a los más ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían demolido hacía tiempo la casa de la «Compañía de Seguros». En su lugar se erigía un edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un ministerio donde todo era inseguridad, desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor y, ya en el piso veinticinco, busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fui a dar al follaje de un árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi cuerpo, llegó hasta mi madre.»¿A que no recordaste lo que te encargué?», dijo mi madre, al tiempo que hacía un ademán de amenaza cómica: «Tienes cabeza de pájaro».
Mestizos de avión y gente de Xul Solar.
El diario a diario de Julio Cortázar.
Un señor toma el tranvía después de comprar el diario y ponérselo bajo el brazo. Media hora más tarde desciende con el mismo diario bajo el mismo brazo. Pero ya no es el mismo diario, ahora es un montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco de plaza.
Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que un muchacho lo ve, lo lee y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que una anciana lo encuentra, lo lee y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Luego se lo lleva a su casa y en el camino lo usa para empaquetar medio kilo de acelgas, que es para lo que sirven los diarios después de estas excitantes metamorfosis.