Fragmentos del Livro do Desasassocego composto por Bernardo Soares, de Fernando Pessoa.
Tudo ali é quebrado, anônimo e impertencente. Vi ali grandes movimentos de ternura, que me pareceram revelar o fundo de pobres almas tristes; descobri que esses movimentos não duravam mais que a hora em que eram palavras, e que tinham raiz — quantas vezes o notei com a sagacidade dos silenciosos — na analogia de qualquer coisa com o piedoso, perdida com a rapidez da novidade da notação, e, outras vezes, no vinho do jantar do enternecido.
Havia sempre uma relação sistematizada entre o humanitarismo e a aguardente de bagaço, e foram muitos os grandes gestos que sofreram do copo supérfluo ou do pleonasmo da sede.
Essas criaturas tinham todas vendido a alma a um diabo da plebe infernal, avarento de sordidezas e de relaxamentos. Viviam a intoxicação da vaidade e do ócio, a morriam molemente, entre coxins de palavras, num amarfanhamento de lacraus de cuspo.
O mais extraordinário de toda essa gente era a nenhuma importância, em nenhum sentido, de toda ela. Uns eram redatores dos principais jornais, e conseguiam não existir; outors tinham lugares públicos em vista do anuário e conseguiam não figurar em nada da vida; outros eram poetas até consagrados, mas uma mesma poeira de cinza lhes tornava lívidas as faces párvoas, e tudo era um túmulo de embalsamados hirtos, postos com a mão nas costas em posturas de vidas.
Guardo do pouco tempo que me estagnei nesse exílio da esperteza mental uma recordação de bons momentos de graça
franca, de muitos momentos monótonos e tristes, de alguns perfis recortados no nada, de alguns gestos dados às serventes do acaso, e, em resumo, um tédio de náusea física e a memória de algumas anedotas com espírito.
Neles se intercalavam, como espaços, uns homens de mais idade, alguns com ditos de espírito pregresso, que diziam
mal como os outros, e das mesmas pessoas.
Nunca senti tanta simpatia pelos inferiores da glória pública como quando os vi malsinar por estes inferiores sem
querer essa pobre glória. Reconheci a razão do triunfo porque os párias do Grande triunfavam em relação a estes, e não em relação à humanidade.
Pobres diabos sempre com fome – ou com fome de almoço, ou com fome de celebridade, ou com fome das sobremesas da vida. Quem os ouve, e os não conhece, julga estar escutando os mestres de Napoleão e os instrutores de Shakespeare.
Há os que vencem no amor, há os que vencem na política, há os que vencem na arte. Os primeiros têm a vantagem da narrativa, pois se pode vencer largamente no amor sem haver conhecimento célebre do que sucedeu. E certo que, ao ouvir contar a qualquer desses indivíduos as suas Maratonas sexuais, uma vaga suspeita nos invade, pela altura do sétimo desfloramento. Os que são amantes de senhoras de título, ou muito conhecidas (são, aliás, quase todos), fazem um tal gasto de condessas que uma estatística das suas conquistas não deixaria sérias e comedidas nem as bisavós dos títulos presentes.
Outros especializam no conflito físico, e mataram os campeões de boxe da Europa numa noite de pândega, à esquina do Chiado. Uns são influentes junto de todos os ministros de todos os ministérios, e estes são aqueles de que menos há que duvidar, pois não repugna.
Uns são grandes sádicos, outros são grandes pederastas, outros confessam, com uma tristeza de voz alta, que são brutais com mulheres. Trouxeram-nas ali, a chicote, pelos caminhos da vida. No fim ficam a dever o café.
Há os poetas, há-os (…)
Não conheço melhor cura para toda esta enxurrada de sombras que o conhecimento direito da vida humana corrente, na sua realidade comercial, por exemplo, como a que surge no escritório da Rua dos Douradores. Com que alívio eu
volvia daquele manicómio de títeres para a presença real do Moreira, meu chefe, guarda-livros autêntico e sabedor, mal vestido e mal tratado, mas, o que nenhum dos outros conseguia ser, o que se chama um homem…
[Traducción de Ángel Crespo: Todo es allí quebrado, anónimo e impropio. He visto allí grandes impulsos de ternura que me parecieron revelar el fondo de pobres almas tristes; he descubierto que aquellos impulsos no duraban más que el momento en que eran palabras, y que tenían su raíz —cuántas veces lo he notado con la sagacidad de los silenciosos— en la analogía de algo con lo piadoso, perdida con la rapidez de la novedad de la anotación, y, otras veces, en el vino de la cena de lo enternecido. // Había siempre una relación sistematizada entre el humanitarismo y el aguardiente de orujo, y han sido muchos los grandes gestos que han sufrido del vaso supérfluo o del pleonasmo de la sed. // Esas criaturas habían vendido todas ellas el alma a un diablo de la plebe infernal, avariento de sordideces y de relajamientos. Vivían la intoxicación de la vanidad y del ocio, y morían blandamente, entre cojines de palabras, en un arrugamiento de escorpiones de esputo. // Lo más extraordinario de toda aquella gente era la ninguna importancia, el ningún sentido, de toda ella. Unos eran redactores de los principales diarios, y conseguían no existir; otros tenían lugares públicos a la vista en el anuario y conseguían no figurar en nada de la vida; otros eran poetas hasta consagrados, pero un mismo polvo de ceniza les ponía lívidas las faces necias, y todo era un
túmulo de embalsamados yertos, puestos con la mano a la espalda en posturas de vidas. // Guardo del poco tiempo que me empantané en aquel exilio de vivacidad mental un recuadro de buenos momentos de gracia libre, de muchos momentos
monótonos y tristes, de algunos perfiles recortados contra la nada, de algunos gestos ofrecidos a las sirvientas del acaso, y, en resumen, un tedio náusea física y la memoria de algunas anécdotas ingeniosas. // En ellos se intercalaban, como espacios, unos hombres de más edad, algunos con dichos de espíritu pasado, que decían mal como los otros, y de las mismas personas. // Nunca he sentido tanta simpatía por los inferiores de la gloria pública como
cuando les vi criticados por estos inferiores sin querer esa pobre gloria. Reconocí la razón del triunfo porque los parias de lo Grande triunfaban en relación a éstos, y no en relación a la humanidad. /// Pobres diablos siempre con hambre —o con hambre de almuerzo, o con hambre de celebridad, o con hambre de los postres de la vida. Quien los oye, y no los conoce, cree estar escuchando a los maestros de Napoleón y a los instructores de Shakespeare. / Hay los que triunfan en el amor, hay los que triunfan en la política, hay los que triunfan en el arte. Los primeros tienen la ventaja de la narración, pues se puede triunfar ampliamente en el amor sin que haya conocimiento célebre de lo
sucedido. Es cierto que, al oír contar a cualquiera de estos individuos sus Maratones sexuales, una vaga sospecha nos invade, al llegar al séptimo desfloramiento. Los que son amantes de señoras de título, o muy conocidas (lo son, además, casi todos), hacen tal gasto de condesas que una estadística de sus conquistas no dejaría por serias y comedidas ni a las bisabuelas de los títulos actuales. / Otros se especializan en el conflicto físico, y han matado a los campeones de boxeo de Europa una noche de juerga, en la esquina del Chiado. Unos son influyentes con todos los ministros de todos los ministerios, y éstos son aquellos de los que menos hay que dudar, pues no repugna. / Unos son grandes sádicos, otros son grandes pederastas, otros confiesan, con una tristeza de voz alta, que son brutales con las mujeres. Las llevaron allí, a latigazos, por los caminos de la vida. Al fin se quedan debiendo el café. / Hay los poetas, hay los. No conozco mejor cura para todo este lamazal de sombras que el conocimiento directo de la vida humana corriente, en su realidad comercial, por ejemplo, como la que surge en la oficina de la Calle de los Doradores. ¡Con qué alivio volvía yo de aquel manicomio de títeres hacia la presencia real de Moreira, mi jefe, contable auténtico y sabedor, mal vestido y mal tratado, pero lo que ninguno de los otros conseguía ser, lo que se dice un hombre…!]