La memoria del mundo: sobre «y el mundo simplemente era», de Lucio Muniz, y «El telar de la memoria», de Jorge Arbeleche y Marisa Faggiani Domínguez

Reseña de El telar de la memoria. Conversaciones con el poeta, de Jorge Arbeleche y Marisa Faggiani Domínguez (Montevideo: Antítesis, 2014) y y el mundo simplemente era, de Lucio Muniz  (Yaugurú, Montevideo, 2014) que salió el 5 de diciembre de 2014, con algunas modificaciones, en la diaria. 


Si se piensa, es difícil imaginar dos personas más distintas que Lucio Muniz y Jorge Arbeleche: uno nació en Treinta y Tres, vive en Santa Rosa, está casado, tiene seis hijos, varios nietos, pinta, toca la guitarra, trabajó en imprentas, en la ONDA; el otro es de Montevideo, donde vive en un apartamento céntrico, soltero, sin hijos, es profesor de literatura, ensayista, trabajó en liceos y en el negocio de la alta costura. Sin embargo, ambos son poetas. Ambos están en sus setenta años, ambos editaron recientemente libros de memorias.

Como señala Alma Bolón en su reseña al libro Les Annés de Annie Ernaux, a partir de la Revolución Francesa la literatura abandona al héroe para incluir en su repertorio a protagonistas menores, ni singulares ni “poéticos” y, a partir de la obra de Proust, que pone en el centro un “yo”, comienza una proliferación de lo que se dio en llamar “escrituras del yo”, proliferación vinculada por algunos a la disolución del sujeto moderno que se fue sucediendo a partir del siglo XX. En contrapartida a la ruptura del yo unitario las autobiografías, memorias, diarios, obras autoficcionales, se levantarían entonces como un clamor cada vez más numeroso que reclama la identidad. Esto puede cuestionarse, claro, y ha sido cuestionado. Creo que basta comparar, digamos, los Diarios de Alejandra Pizarnik con el clásico Life of Jonhson de Boswell, para constatar que una nueva concepción de la persona conlleva nuevas formas de contarla y el simple hecho de hacerlo no significa una negación de su “nuevo” caracter escindido.

El telar de la memoria surge por iniciativa de la coautora, Marisa Faggiani Domínguez, que fue discípula de Arbeleche y amiga, y se conforma de retazos. Entrevistas presenciales, entrevistas por mail, conversaciones telefónicas, fragmentos del inédito de 2013 Recuerdos iniciales, poemas. Dividido en dos secciones (a su vez con dos subdivisiones cada una) y una coda, es un libro de memoria viva, con las torpezas de la memoria (la repetición, la pérdida del hilo narrativo, la vacilación) y con sus triunfos (lo que a veces es repetición puede ser reafirmación, lo que es devaneo también es búsqueda, la vacilación es asociación libre, riqueza textual). Así, abre con un acierto la colección Mnemosyne de la editorial Antítesis, que promete una continuidad en la publicación de este tipo de obras.
Los discursos se van superponiendo y se mezclan, coexisten, la prosa es vacilante; la palabra se busca, se persigue, el pasado es lo que se busca y una forma nueva de enunciarlo. Así, a la espontaneidad de algunas respuestas (probablemente las que se desprenden de los diálogos con Faggiani) se contraponen los fragmentos ya elaborados de Recuerdos iniciales, al que pertenece uno de los momentos mejores del libro, una prosa pulida y altamente poética que pretende responder una pregunta y pronto se sumerge en un mundo pesadillesco y ominoso (p. 118-121). Arbeleche cuenta una vida que es suya, pero que también tiene otros nombres, otras caras y otros lugares. A menudo detiene una anécdota para hablar de un hombre, de una mujer, de una casa. Así, llena su biografía de pequeños homenajes, de pequeñas biografías de otros que la completan y la explican. Los recuerdos de Elisita, de María, de su abuela paterna, de sus padres y hermanos, de Juana de Ibarborou o Martha Canfield son tan suyos como su propia memoria. En base a ellos se construye, se crea el poeta y la narración. La recuperación de lo perdido se sabe un proceso imposible, sólo realizable a través de la poesía que es una forma de la magia y el engaño; pero aún así se intenta.

Si para Arbeleche la infancia no tuvo mayor interés, Lucio Muniz centra allí su experiencia vital y a partir de ella expande hacia el resto. Sus memorias se construyen en base al recuerdo ordenado, al minucioso orden que impone cierta disciplina. Así, cada capítulo tiene una temática que se aborda siempre dejando, tal vez, una única certeza: que queda mucho por contar. Los recuerdos tienen formas variadas, son cuentos, breves pasajes poéticos, canciones, cartas. Todos se van armando y confluyen en un centro, con variada fortuna (un capítulo especialmente destacable es el que narra sus viajes al Paraguay).
Muniz se sabe Testigo de un tiempo y se pregunta, (como Borges) “¿Qué morirá conmigo cuando yo muera…?” y para no tener que responderse deja inscritas junto a su vida la de otros. Alberto Mastra, Zitarrosa; aquél primer asesinado en un cuartel, a su lado; su padre, los amigos. Los vivos y los muertos se revelan y se muestran “asomando a un presente en pasado” y las voces narrativas cambian: narran en presente recuerdos de infancia, en pretérito los de hoy y se mezclan. Estas memorias tienen mucho de presente, de detención en gestos, en viajes, en cosas de hoy; termina un capítulo sobre sus amigos, comienza otro que se llama Ayer. Como en la señera obra de Proust y el mundo simplemente era comienza con una búsqueda, una evocación de la memoria. La memoria surge espontánea a través de una contemplación, de un aroma, de una comida. En Santa Rosa se da el prodigio: el poeta recuerda.

Si, como decía al principio, estos hombres son radicalmente distintos y lo que los une es un oficio que ha dado frutos muy disímiles; su postura frente a la memoria es compartida. Ambos la persiguen, en ambos surge como una fuerza superior, en ambos el tiempo de la memoria es complementario con el tiempo “real”; en él se superponen las figuras de un pasado que ya es mítico, del pasado histórico, de la Historia, del presente y las que vendrán.

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