El poeta del tiempo

Juan de Mairena se llama a sí mismo el poeta del tiempo. Sostenía Mairena que la poesía era un arte temporal -lo que ya habían dicho muchos antes que él- y que la temporalidad propia de la lírica sólo podía encontrarse en sus versos, plenamente expresada. Esta jactancia, un tanto provinciana, es propia del novato que llega al mundo de las letras dispuesto a escribir por todos y para todos, y, en último término, contra todos. En su Arte poético no faltan párrafos violentos, en que Mairena se adelanta a decretar la estolidez de quienes pudieran sostener una tesis contraria a la suya. Los omitimos por vulgares, y pasamos a reproducir otros más modestos y de más substancia.

«Todas las artes -dice Juan de Mairena en la primera lección de su Arte poética- aspiran a productos permanentes, en realidad, a frutos intemporales. Las llamadas artes del tiempo, como la música y la poesía, no son excepción. El poeta pretende, en efecto, que su obra trascienda de los momentos psíquicos en que es producida. Pero no olvidemos que, precisamente, es el tiempo (el tiempo vital del poeta con su propia vibración) lo que el poeta pretende intemporalizar, digámoslo con toda pompa: eternizar. El poema que no tenga muy marcado el acento temporal estará más cerca de la lógica que de la lírica.”

«Todos los medios de que se vale el poeta: cantidad, medida, acentuación, pausas, rima, las imágenes mismas, por su enunciación en serie, son elementos temporales. La temporalidad necesaria para que una estrofa tenga acusada la intención poética está al alcance de todo el mundo; se aprende en las más elementales Preceptivas. Pero una intensa y profunda impresión del tiempo sólo nos la dan muy contados poetas. En España, por ejemplo, la encontramos en don Jorge Manrique, en el Romancero, en Bécquer, rara vez en nuestros poetas del siglo de oro.”

«Veamos -dice Mairena – una estrofa de don Jorge Manrique:

¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?

¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?

¿Qué se hizo del trovar,
las músicas acordadas
que tañían?

¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?

Si comparamos esta estrofa del gran lírico español -añade Mairena- con otra de nuestro barroco literario, en que se pretenda expresar un pensamiento análogo la fugacidad del tiempo y lo efímero de la vida humana, por ejemplo: el soneto A las flores, que pone Calderón en boca de su Príncipe Constante, veremos claramente la diferencia que media entre la lírica y la lógica rimada.”

Recordemos el soneto de Calderón:

Éstas que fueron pompa y alegría,
despertando al albor de la mañana,
a la tarde serán lástima vana
durmiendo en brazos de la noche fría.

Este matiz que al cielo desafía,
iris listado de oro, nieve y grana,
será escarmiento de la vida humana:
tanto se aprende en término de un día.

A florecer las rosas madrugaron,
y para envejecerse florecieron.
Cuna y sepulcro de un botón hallaron.

Tales los hombres sus fortunas vieron:
en un día nacieron y expiraron,
que, pasados los siglos, horas fueron.

«Para alcanzar la finalidad intemporalizadora del arte, fuerza es reconocer que Calderón ha tomado un camino demasiado llano: el empleo de elementos de suyo intemporales. Conceptos e imágenes conceptuales -pensadas, no intuidas- están fuera del tiempo psíquico del poeta, de fluir de su propia conciencia. Alpanta rhei de Heráclito sólo es excepción el pensamiento lógico. Conceptos e imágenes en función de conceptos -substantivos acompañados de adjetivos definidores, no cualificadores- tienen, por lo menos, esta pretensión: la de ser hoy lo que fueron ayer, y mañana lo que son hoy. El albor de la mañana vale para todos los amaneceres; la noche fría, en la intención del poeta, para todas las noches. Entre tales nociones definidas se establecen relaciones lógicas, no menos intemporales que ellas. Todo el encanto del soneto de Calderón -si alguno tiene- estriba en su corrección silogística. La poesía aquí no canta, razona, discurre en torno a unas cuantas definiciones. Es -como todo o casi todo nuestro barroco literario- escolástica rezagada.”

«En la estrofa de Manrique nos encontramos en un clima espiritual muy otro, aunque para el somero análisis, que suele llamarse crítica literaria, la diferencia pase inadvertida. El poeta no comienza por asentar nociones que traducir en juicios analíticos, con los cuales construir razonamientos. El poeta no pretende saber nada; pregunta por damas, tocados, vestidos, olores, llamas, amantes… El ¿qué se hicieron?, el devenir en interrogante, individualiza ya estas nociones genéricas, las coloca en el tiempo, en un pasado vivo, donde el poeta pretende intuirlas, como objetos únicos, las rememora o evoca. No pueden ser ya cualesquiera damas, tocados, fragancias y vestidos, sino aquellos que, estampados en la placa del tiempo, conmueven -¡todavía!- el corazón del poeta. Y aquel trovar y el danzar aquel -aquellos y no otros- ¿qué se hicieron?, insiste en preguntar el poeta, hasta llegar a la maravilla de la estrofa: aquellas ropas chapadas, vistas en los giros de una danza, las que traían los caballeros de Aragón -o quienes fueren-, y que surgen ahora en el recuerdo, como escapadas de un sueño, actualizando, materializando casi el pasado, en una trivial anécdota indumentaria. Terminada la estrofa, queda toda ella vibrando en nuestra memoria como una melodía única, que no podrá repetirse ni imitarse, porque para ello sería preciso haberla vivido. La emoción del tiempo es todo en la estrofa de don Jorge; nada, o casi nada, en el soneto de Calderón. La diferencia es más profunda de lo que a primera vista parece. Ella sola explica por qué en don Jorge la lírica tiene todavía un porvenir, y en Calderón, nuestro gran barroco, un pasado abolido, definitivamente muerto…»

Se extiende después Mairena en consideraciones sobre el barroco literario español. Para Mairena -conviene advertirlo-, el concepto de lo barroco dista mucho del que han puesto de moda los alemanes en nuestros días, y que -dicho sea de paso-, bien pudiera ser falso aunque nuestra crítica lo acepte, como siempre, sin crítica, por venir de fuera.

«En poesía se define -habla Mairena- como un tránsito de lo vivo a lo artificial, de lo intuitivo a lo conceptual, de la temporalidad psíquica al plano temporal de la lógica, como un piétinement sur place del pensamiento que, incapaz de avanzar sobre intuiciones -en ninguno de los sentidos de esta palabra-, vuelve sobre sí mismo, y gira y deambula en torno a lo definido, creando enmarañados laberintos verbales; un metaforismo conceptual, ejercicio superfluo y pedante del pensar y del sentir, que pretende asombrar por lo difícil y cuya oquedad no advierten los papanatas.»

El párrafo es violento, acaso injusto. Encierra, no obstante, alguna verdad. Porque Mairena vio claramente que el tan decantado dinamismo de lo barroco es más aparente que real, y más que la expresión de una fuerza actuante, el gesto hinchado, que sobrevive a un esfuerzo extinguido.

Acaso puede argüirse a Mairena que, bajo la denominación de barroco literario, comprende la corriente culterana y la conceptista, sin hacer de ambas suficiente distinción. Mairena, sin embargo, no las confunde, sino que las ataca en su raíz común. Fiel a su maestro, Abel Martín, Mairena no ve en las formas literarias sino contornos más o menos momentáneos de una materia en perpetuo cambio, y sostiene que es esta materia, este contenido, lo que, en primer término, conviene analizar. ¿En qué zona del espíritu del poeta ha sido engendrado el poema, y qué es lo que predominantemente contiene? Sigue un criterio opuesto al de la crítica de su tiempo, que sólo veía en las formas literarias moldes rígidos para rellenos de un mazacote cualquiera, y cuyo contenido, por ende, no interesa. Culteranismo y conceptismo son, pues, para Mairena dos expresiones de una misma oquedad y cuya concomitancia se explica por un creciente empobrecimiento del alma española. La misma inopia de intuiciones que, incapaz de elevarse a las ideas, lleva al pensamiento conceptista, y éste a la pura agudeza verbal, crea la metáfora culterana, no menos conceptual que el concepto conceptista, la seca y árida tropología gongorina, arduo trasiego de imágenes genéricas, en el fondo puras definiciones, a un ejercicio de mera lógica, que sólo una crítica inepta o un gusto depravado puede confundir con la poesía.

«Claro es -añade Mairena, en previsión de fáciles objeciones- que el talento poético de Góngora y el robusto ingenio de Quevedo, Gracián o Calderón, son tan patentes como la inanimidad estética del culteranismo y el conceptismo.»

El barroco literario español, según Mairena, se caracteriza:

1.° Por una gran pobreza de intuición. -¿En qué sentido? En el sentido de experiencia externa o contacto directo con el mundo sensible; en el sentido de experiencia interna o contacto con lo inmediato psíquico, estados únicos de conciencia; en el sentido teórico de enfrentamiento con las ideas, esencias, leyes y valores como objetos de visión mental; y en el resto de las acepciones de esta palabra. «Las imágenes del barroco expresan, disfrazan o decoran conceptos, pero no contienen intuiciones.» «Con ellas -dice Mairena- se discurre o razona, aunque superflua y mecánicamente, pero de ningún modo se canta. Porque se puede razonar, en efecto, por medio de conceptos escuetamente lógicos, por medio de conceptos matemáticos -números y figuras- o por medio de imágenes, sin que el acto de razonar, discurrir entre lo definido, deje de ser el mismo: una función homogeneizadora del entendimiento que persigue igualdades -reales, o convenidas-, eliminando diferencias. El empleo de imágenes, más o menos coruscantes, no puede nunca trocar una función esencialmente lógica sin función estética, de sensibilidad. Si la lírica barroca, consecuente consigo misma, llegase a su realización perfecta, nos daría un álgebra de imágenes, fácilmente abarcable en un tratado al alcance de los estudiosos, y que tendría el mismo valor estético del álgebra propiamente dicha, es decir, un valor estéticamente nulo.»

2.° Por su culto a lo artificioso y desdeñoso de lo natural. – «En las épocas en que el arte es realmente creador -dice Mairena- no vuelve nunca la espalda a la naturaleza, y entiende por naturaleza todo lo que aun no es arte, incluyendo en ello el propio corazón del poeta. Porque si el artista ha de crear, y no a la manera del dios bíblico, necesita una materia que informar o transformar, que no ha de ser -¡claro está!- el arte mismo. Porque existe, en verdad, una forma de apatía estética, que pretende substituir el arte por la naturaleza misma, se deduce, groserísimamente, que el artista puede ser creador prescindiendo ella. Esa abeja que liba en la miel y no en las flores más ajena a toda labor creadora que el humilde arrimador de documentos reales, o que el consabido espejo de lo real, que pretende darnos por arte la innecesaria réplica de cuanto lo es.»

3.° Por su carencia de temporalidad. – En su análisis del verso barroco, señala Mairena la preponderancia del substantivo y su adjetivo definidor sobre las formas temporales del verbo; el empleo de la rima con carácter más ornamental que melódico y el total olvido de su valor mnemónico.

«La rima -dice Mairena- es el encuentro, más o menos reiterado, de un sonido con el recuerdo de otro. Su monotonía es más aparente que real, porque son elementos distintos, acaso heterogéneos, sensación y recuerdo, los que en la rima se conjugan; con ellos estamos dentro y fuera de nosotros mismos. Es la rima un buen artificio, aunque no el único, para poner la palabra en el tiempo. Pero cuando la rima se complica con excesivos entrecruzamientos y se distancia hasta tal punto que ya no se conjugan sensación y recuerdo, porque el recuerdo se ha extinguido cuando la sensación se repite, la rima es entonces un artificio superfluo. Y los que suprimen la rima -esa tardía invención de la métrica-, juzgándola innecesaria, suelen olvidar que lo esencial en ella es su función temporal, y que su ausencia les obliga a buscar algo que la substituya; que la poesía lleva muchos siglos cabalgando sobre asonancias y consonancias, no por capricho de la incultura medieval, sino porque el sentimiento del tiempo, que algunos llaman impropiamente sensación de tiempo, no contiene otros elementos que los señalados en la rima: sensación y recuerdo. Mas en el verso barroco la rima tiene, en efecto, un carácter ornamental. Su primitiva misión de conjugar sensación y recuerdo, para crear así la emoción del tiempo, queda olvidada. Y es que el verso barroco, culterano o conceptista, no contiene elementos temporales, puesto que conceptos e imágenes conceptuales son -habla siempre Mairena- esencialmente ácronos.»

4.° Por su culto a lo difícil artificial y su ignorancia de las dificultades reales. – La dificultad no tiene por sí misma valor estético, ni de ninguna otra clase -dice Mairena-. Se aplaude con razón el acto de atacarla y vencerla; pero no es lícito crearla artificialmente para ufanarse de ella. Lo clásico, en verdad, es vencerla, eliminarla; lo barroco, exhibirla. Para el pensamiento barroco, esencialmente plebeyo, lo difícil es siempre precioso: un soneto valdrá más que una copla en asonante, y el acto de engendrar un chico, menos que el de romper un adoquín con los dientes.

5.° Por su culto a la expresión indirecta, perifrástica, como si ella tuviera por sí misma un valor estético.- Porque no existe perfecta conmensurabilidad -dice Mairena- entre el sentir y el hablar, el poeta ha acudido siempre a formas indirectas de expresión, que pretenden ser las que directamente expresen lo inefable. Es la manera más sencilla, más recta y más inmediata de rendir lo intuido en cada momento psíquico, lo que el poeta busca, porque todo lo demás tiene formas adecuadas de expresión en el lenguaje conceptual. Para ello acude siempre a imágenes singulares, o singularizadas, es decir, a imágenes que no puedan encerrar conceptos, sino intuiciones, entre las cuales establece relaciones capaces de crear a la postre nuevos conceptos. El poeta barroco, que ha visto el problema precisamente al revés, emplea las imágenes para adornar y disfrazar conceptos, y confunde la metáfora esencialmente poética con el eufemismo de negro catedrático. El oro cano, el pino cuadrado, la flecha alada, el áspid de metal, son, en efecto, maneras bien estúpidas de aludir a la plata, a la mesa, a la flecha y a la pistola.

6.° Por su carencia de gracia.- «La tensión barroca -dice Mairena- con su fría vehemencia, su aparato de fuerza y falso dinamismo, su torcer y desmesurar arbitrarios -sintaxis hiperbática e imaginería hiperbólica-, con su empeño de desnaturalizar una lengua viva para ajustarla bárbaramente a los esquemas más complicados de una lengua muerta, con su hinchazón y amaneramiento y superfluo artificio, podrá, en horas de agotamiento o perversión del gusto, producir un efecto que, mal analizado, se parezca a una emoción estética. Pero hay algo a que el barroco ha de renunciar, pues ni la mera apariencia le es dado contrahacer: la calidad de lo gracioso, que sólo se produce cuando el arte, de puro maestro, llega al olvido de sí mismo, y a hacerse perdonar su necesario apartamiento de la naturaleza.»

7.° Por su culto supersticioso a lo aristocrático.- Hablando de Góngora, dice Juan de Mairena: «Cuanto hay en él apoyado en folklore tiende a ser, más que lo popular (tan finamente captado por Lope), lo apicarado y grosero. Sin embargo, lo verdaderamente plebeyo de Góngora es el gongorismo. Enfrente de Lope, tan íntegramente español como hombre de la corte, Góngora será siempre un pobre cura provinciano.» Y en verdad que la «obsesión de lo distinguido y aristocrático no ha producido en arte más que ñoñeces». «El vulgo en arte, es decir, el vulgo a que suele aludir el artista, es, en cierto modo, una invención de los pedantes, mejor diré: un ente de ficción que el pedante fabrica con su propia substancia.» «Ningún espíritu creador -añade Mairena- en sus momentos realmente creadores, pudo pensar más que en el hombre, en el hombre esencial que ve en sí mismo, y que supone en su vecino. Que existe una masa desatenta, incomprensiva, ignorante, ruda, el artista no lo ha ignorado nunca. Pero una de dos: o la obra del artista alcanza y penetra, en más o en menos, a esa misma masa bárbara, que deja de ser vulgo ipso jacto para convertirse en público de arte, o encuentra en ella una completa impermeabilidad, una total indiferencia. En este caso, el vulgo propiamente dicho no guarda ya relación alguna con la obra de arte y no puede ser objeto de obsesión para el artista. Pero el vulgo del culterano, del preciosista, del pedante, es una masa de papanatas, a la cual se asigna una función positiva: la de rendir al artista un tributo de asombro y de admiración incomprensiva.»

En suma, Mairena no se chupa el dedo en su análisis del barroco literario español. Más adelante añade -en previsión de fáciles objeciones- que él no ignora cómo en toda época, de apogeo o decadencia, ascendente o declinante, lo que se produce es lo único que puede producirse, y que aun las más patentes perversiones del gusto, cuando son realmente actuales, tendrán siempre una sutil abogacía que defiende sus mayores desatinos. Y en verdad que esa abogacía no defiende, en el fondo, ni tales perversiones ni tales desatinos, sino a un espíritu incapaz de producir otra cosa. Lo más inepto contra el culteranismo lo hizo Quevedo, publicando los versos de fray Luis de León. Fray Luis de León fue todavía un poeta, pero el sentimiento místico, que alcanzó en él una admirable expresión de remanso, distaba ya tanto de Góngora como de Quevedo, era precisamente lo que ya no podía cantar, algo definitivamente muerto a manos del espíritu jesuítico imperante.


El «arte poética» de Juan de Mairena, según aparece en el Cancionero Apócrifo de Antonio Machado.

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