El poeta

Aquella tarde, en San Isidro, había una de las habituales reuniones de los domingos o de los sábado a la hora del té. La gente paseaba un poco por ese jardín que adoré demasiado. Unas no terminaban de hablar, otras de inspeccionar el jardín en busca de plantas cuyos nombres ignoraban, otras de juguetear al tenis, pues había una cancha colorada, bien cuidada, que invitaba a jugar. No siempre desdeñaba la invitación, pero aquel día, sí. Después del té, una ceremonia muy larga como largos eran los diálogos, me apartaba, ahora lo deploro, para escuchar los árboles, el río o una flor. Me acuerdo que era una tarde preciosa; ésta es la única fecha que puedo darle. En algún momento de aquella tarde, tan cercana y tan lejana, cuando me disponía a entrar en la casa, me sorprendió la visión de un largo bulto en el suelo, al pie de la escalera de entrada. ¿Sería una alfombra? No podría creer que hubiese quedado una alfombra enrollada en la escalera de entrada, en la casa de Victoria. Me acerqué. Oí un susurro. Con alarma vi que ese largo bulto, que ocupaba parte de la entrada, era el cuerpo acostado de Jules Supervielle, que pronunciaba palabras inteligibles, como un zumbido de abejas, en una colmena escondida. Me acerqué en puntas de pie porque soy tímida, me tiré al suelo a su lado, asustada pero admirativamente. Permanecer de pie me parecía poco respetuoso, porque era mirar desde arriba a un poeta, que era tan alto. No tuve tiempo de preguntarle, también en un susurro, «¿Qué le pasa?». Me contestó en francés: «Estoy rezando». En el susurro de su voz no reconocí ninguna oración francesa de las que poblaron mi infancia. Agucé mi oído y reconocí sus versos… «Cuando estoy enfermo», explicó, «digo mis versos, como oraciones que atesora mi memoria. Pero ya pasó. Dieu doit être un poète quand même; si je ne l’écoute pas il me écoute*». Esta frase, ¿la pensé o yo realmente la dijo? ¿La dijo o me la transmitió sin decirla? Me atreví a preguntarle: «¿Quiere un poco de agua?». Con su mano alada hizo un ademán de director de orquesta, imponiendo un compás de espera. Susurró: «Mejor no interrumpir… ya estoy bien. Me sucede a veces».

Éste es un verdadero poeta, pensé. Nada lo aleja de la poesía. Se aleja por momentos del mundo, pero nunca de la poesía.

*

Jules Supervielle sufría del corazón. Una vez lo vi tendido en el suelo, pálido, murmurando unas palabras como si rezara. Después me dijo cuando se sentía mal recitaba versos hasta que el malestar se disipaba. «En robe de délire»**, vestido de delirio, es uno de los versos que cuadraría para describirlo en ese estado.

El primer fragmento forma parte de «Analectas», el segundo de «Ejércitos de la oscuridad», ambas secciones de Ejércitos de la oscuridad de Silvina Ocampo.

* Dios debe ser un poeta, a pesar de todo; aunque yo no lo escuche, Él me escucha. [Trad. Ernesto Montequin]
** Alusión al poema «Plein Ciel», de J. Supervielle: «J’avais un cheval / dans un champ de ciel […] / C’était un navire / plutôt qu’un cheval, […] / Comme on n’en voit pas, / Tête de coursier, / robe de délire, / un vent qui hennit / en se répandant.» (Ciel et Terre, 1942).  [Nota de Ernesto Montequin]

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