Lo más interesante que nos queda de la maravillosa civilización helénica, fuera de la obra de sus filósofos y de sus poetas es, sin duda, la colección de obras escultóricas, ora copias, ya completas, ya desgraciadamente mutiladas. Hay datos que permiten tener la seguridad de que los helenos fueron tan grandes pintores como escultores pero sus obras pictóricas han sido víctimas del impío tiempo y en ocasiones de los hombres que suelen ser no menos impíos que el tiempo. Es dificil, por lo demás, poder formarse de visu una idea exacta de la escultura griega porque las obras actualmente existentes, está repartida en diversos museos en Atenas y en Londres, en Constantinopla y en París, en Petrogrado y en Nápoles, y aún en valiosas colecciones particulares. Críticos eruditos, sin embargo, las han catalogado practicamente todas, las han estudiado con amor y con inteligencia, y han logrado definir y establecer las diversas escuelas, así en sus modalidades como en el tiempo. Gracias a su labor, la escultura helénica aparece como una de las más brillantes florecencias del genio humano. Naturalmente, cada escuela tiene sus partidarios, y dentro de cada escuela, cada obra es objeto de admiraciones especiales. Sin embargo, quizás no sería desacertado reducir a seis las obras escultóricas helénicas que han logrado informar más lás opiniones: la Venus de Milo, la Venus de Médicis, el Laocoonte, el Apolo del Belvedere, el Gladiador moribundo y la Niobe.

La Venus de Milo, joya inapreciable del Museo del Louvre, es conocida, en imagen, por todo el mundo y es considerada la expresión suprema de la belleza de las líneas del cuerpo femenino. No tiene brazos; pero la armonía de la cabeza y del torso y del cuerpo todo es tal, que los brazos también se ven. La Venus de Médicis, que se conserva en la galería de los Oficios de Florencia, es obra de Kloemenes y pertenece a la escuela de Scopos y Praxíteles. Su belleza es también grande y hay quienes la prefieran a la de Milo, por considerarla más femenina, de aquella feminidad que da el pudor. Por su parte, el Apolo del Belvedere, orgullo del Museo del Vaticano, altivo, elegante, desdeñoso, realiza el ideal de la belleza masculina.

A Winckelmann se debe que el Laocoonte sea considerado como una obra maestra, siendo que en realidad de verdad, sus autores, Hagesandros, Polidon y Atanadoro, no hicieron sino una obra artificiosa, y de decadencia, amanerada, en la cual todo movimiento es convulsión, desproporcionada y de una anatomía radicalmente falsa. Pero está convenido considerarla como una de las maravillas de la escultura helénica. En cambio, el Gladiador moribundo, que no es tal gladiador, sino un soldado galo y que pertenece al Museo Capitolino de Roma, es en verdad, un portento de expresión, de realidad, sin ninguna de las exageraciones ni desviaciones de las obras de los períodos de decadencia.

Grande, maravillosa obra es también la Niobe, existente en una galería particular de Inglaterra. Todos sabemos el caso de la mitológica Niobe, víctima de la ira de Apolo y Artemisa, vengadores de una ofensa o supuesta ofensa, hecha a su madre Letona. Su dolor ha pasado a ser el símbolo del dolor maternal ante el destino inexcrutable que hiere de muerte a los hijos por faltas que éstos no cometieron. En ésta, la vieja ley hebrea y la mitológica helénica se daban la mano. El cristianismo borró en esa parte la ley, pero la Niobe nos recuerda, en su infinita desesperación, un dolor también infinito. Según la leyenda, el cadáver de Niobe fue colocado en una gruta de una montaña en donde se enfrió y se endureció como un mármol; mas, cuando llega la primavera, brotan de los cerrados ojos de la desgraciada madre, dos lágrimas, que lentamente se evaporan al calor del sol.

«Las maravillas de la escultura», de Oliverio Girondo aparecido originalmente en Caras y Caretas de Buenos Aires el 24 de noviembre de 1917.

Abajo, en sentido horario, la Venus de Milo, la Venus de Médicis, Laocoonte y sus hijos, el Apolo de Belvedere y Niobe, tal vez las más importantes esculturas helénicas.

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