En tierra de nadie: sobre «El Murciélago», de Jo Nesbø

Reseña de El Murciélago, de Jo Nesbø (Montevideo: Random House, 2015) que salió en la diaria el 28 de agosto.


Roja y Negra se llama la colección que dirige Rodrigo Fresán y que ha venido publicando sistemáticamente novelas policiales, noir y thrillers de temática y orígenes diversos. El año pasado inauguró la serie de Harry Hole, el ya famoso inspector estrella de las novelas de Jo Nesbø, con El Leopardo (octavo de la serie), que hasta el momento no había sido traducido al castellano y, ya este año, publicó El Murciélago y, más recientemente, Cucarachas.

El Murciélago, publicado originalmente en 1997 y con el título Flaggermusmannen (literalmente, “el hombre-murciélago”), es novedad porque, siendo la primera de las aventuras de Hole, no había tenido su versión castellana. Como varias de las novelas que compondrían el ciclo, se desarrolla fuera de Noruega, prácticamente en las antípodas de Oslo, ciudad de origen de Nesbø y de Hole. El investigador, alcohólico en recuperación y responsable de una tragedia velada por la policía en su país, es enviado a Sidney por el homicidio de una joven modelo (debilidad del género) compatriota, Inger Holter. En una Australia que se prepara para las Olimpíadas del 2000, Hole (Holy para los lugareños) se encontrará con Andrew Kensington, miembro de la policía local y aborigen. Esto no es un rasgo menor, porque, como se hará más acusado en las sucesivas novelas de la serie, los problemas étnicos, los crímenes históricos, los resentimientos sociales y las catástrofes humanas son los verdaderos protagonistas. Las muertes ocasionales, los terribles asesinatos (que en El Murciélago no llegan ni cerca al nivel de sadismo que tomarán luego), son más bien una excusa para tratar otros temas, tal vez más acuciantes.

Cuando los ingleses llegaron a Australia la denominaron, en función de sus intereses colonizadores, Terra Nullius, porque allí “no vivía nadie”. En realidad, entre quinientas mil y un millón de personas habitaban los vastísimos desiertos, las llanuras, las costas y montañas hacia 1788, año del establecimiento de la primera colonia. Es este el verdadero contexto del crimen: una relación que comienza con la expropiación de tierras y costumbres, de lenguas y de personas (el gobierno federal y estatal, en estrecho vínculo con organizaciones misioneras cristinas, tenía la potestad de quitar a niños mestizos de sus padres y dárselos a otros de origen inglés en adopción hasta, en algunas regiones, los años 70) y que continúa aún hoy con fuertes iniquidades y reclamos. Así, el nombre de la novela (aunque algo distinta, como se ha dicho, en el noruego original), refiere al animal que en algunos pueblos se relaciona con la muerte o su inminencia y el libro está dividido en tres secciones (a saber, Walla, Moora y Bubbur) que siguen un antiguo mito aborigen de amor y muerte. Nesbø, a través, principalmente de tres personajes, Andrew, Toowoomba y Joseph (cuyos nombres ya revelan algo de sus distintas historias personales y su relación con sus orígenes) llena el texto de referencias a la rica mitología y se apropia de sus impactantes imágenes y sus metáforas, a menudo animales, iniciando un propio rasgo estilístico que retomará consecuentemente a lo largo del tiempo (la imagen de las cucarachas en la segunda novela de la serie, del petirrojo en la tercera o del leopardo, por citar algunos ejemplos claros desde los títulos). Esta tensión entre culturas es, entonces, el principal tema y la forma en que se presenta el thriller, en un país de famoso cosmopolitismo, que Nesbø retrata con soltura.

Más allá de algunos ricos recursos estilísticos y temáticos, El Murciélago sólo tiene interés como rareza. Sólo vale su lectura, que se vuelve a veces tediosa en base a distracciones, a procedimientos estereotípicos y a parrafadas plagadas de lugares comunes, para amantes del género o seguidores acérrimos de las aventuras de Harry Hole. Porque si bien la historia es conducente y está plagada de personajes sorprendentes y recordables (sobresale el histriónico Otto Rechtnagel), de escenas de decadencia y de abyección bien trabajadas, de acciones trepidantes y veloces, no constituye, en tanto unidad, una novela armada, sólida y su desenlace es francamente banal. No ayuda, a estos efectos, la horripilante traducción “revisada para el Cono Sur” (así especifica en las primeras páginas), que cambia sistemáticamente las personas gramaticales, los insultos y, sobre todo, las palabras que aluden al sexo, pero se olvida de modificar los numerosísimos giros lingüísticos, las frase hechas y muchos de los sustantivos y coloquialismos peninsulares, enrareciendo el texto por la contigüidad de voces disonantes, que lo vuelven extraño, de un hibridismo antinatural y monstruoso, cuando debiera ser de una prosa ágil, concisa. Es en este sentido que El Murciélago es una rareza, destinada a aquellos curiosos que quieren saber más de Hole y su vida privada, que se va contando (más que en ninguna otra novela, probablemente, en relación a la extensión de la obra) en largos pasajes casi oníricos, una rareza que ayuda a construir mejor la imagen del investigador pero que no alcanza, ni de cerca, la potencia expresiva de sus sucesoras.

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