Escribo “niño” en google. Se escribe solo, se completa la oración “sirio muerto”. Niñosiriomuerto. Nñosrimrto. NIÑOSIRIOMUERTO, en la playa. Aylan Kurdi muerto. Refugiados crisis segunda guerra mundial. Austria, Hungría. Playa, niño muerto. Sirios, refugiados, muertos. MRTO. Aprieto enter. La fotógrafa, la famosa foto, un dibujo de la mano de Dios con el niño en la palma, otro donde el niño tiene alas de ángel y una rosa roja, otro, por si fuera poco, donde una cohorte de animales marinos lloran su muerte. “Hay que hacer visible la miseria”, “hay que hacer visible la barbarie”, “hay que hacer visible la decadencia del Imperio Romano de Occidente”, “hay que hacer visible la hipocresía”, “¿dónde están los derechos humanos?”. Eso oigo. Pero la repetición borronea al niño, lo transforma, lo vuelve inocuo, lo anula. La repetición niega la magia, el poder de la imagen, del ícono.

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La foto congela el gesto, está movida y a la vez es toda detención de un gesto. La foto engaña, es la mortal trampa que cierra los ojos. Es toda luz, cancela, en la foto de perfil, en la foto de curriculum, en la foto de pedido de auxilio, la posibilidad de lo desconocido. Está el hombre ahí estático frente a nosotros, negándose. Está la mujer que desaparece en los 5 segundos del Snapchat. Está el vértigo de no ver, de negarnos el hueso mezquino. Las fotos se suceden como una torre, se apilan, se celebran, se megustan y se favoritean. Se llenan de pequeños corazones, de comentarios sin palabras, que se comparten. ¿Qué significa “compartir”? ¿Es simplemente mostrarle a alguien (“mirá mamá”)? ¿Es ser con alguien? ¿Es despegar eso de uno y repartirlo o es la certeza de que no existe nada más que el continuo, que todo se comparte todo el tiempo, que no hay límites a nuestra individualidad? Mostrar la foto de las vacaciones, de los fastuosos almuerzos, de las pobrezas diarias, del cadáver del niño en la playa, del equipo de fútbol, de “yo con los pibes”, de “yo con la familia”, de “yo con una planta”, de “yo en el espejo”. De nadie, de nadie, de nada.

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Cae el fragmento corrupto de una fotografía. Pasa por nuestros ojos, se desliza hacia arriba, sube al cielo de nuestra indiferencia. Se busca, busca su nombre, busca llamarse algo, decirse por fin, eternizarse. Cuando se saca una foto ahora no se está eternizando el momento. Todas las fotos capturan lo muerto, se está haciendo instantánea la eternidad. La captura múltiple que sostiene un movimiento continuo que se sabe y se estipula, fragmentado, donde el sentido se hace de partes que no se conectan jamás. Se sube la foto a internet (Instagram, Tumblr) se deja ver un muerto. Vemos danzar las muertas desnudas en el scroll infinito. Su piel se va poniendo verde en el monitor. Son las ruinas de una soledad nueva.

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No había ningún espectro en Europa, ciertamente no el del comunismo. Ni tampoco el de la libertad, por si aquello fuera poco. Más bien era el fantasma de Canterville, sentimental e incomprendido. Acá no vino. Habrá intentado subirse al transatlántico, se habrá desangrado en ectoplasma. Pobre fantasma. Era un aliento o una lucha, un alma o una forma de comprender algo. No sé. Quedó el Angelus Novus, ese sí. Parado entre ruinas, simbólicamente con los dedos como pirámides. El Angelus Novus se niega. Se dice “nuevo” y se sabe la Historia. Pesa en nosotros la maldición de ser alimento para ese devenir. Construcción sobre construcción que luego pela el viento, que muestran las mareas. La peligrosa viga herrumbrada, el bloque de cemento, el ladrillo, el palo para tirarle al perro. Toda la cultura son los restos de un naufragio. Ya está, para el olvido fabricamos nuestros aparatos de dominio. Dominio de eso, del fantasma. Para intentar hacer permanente lo invisible, que a fuerza de no ver, no comprendemos.

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La foto no consigue nada. En alguna parte dijo Marx “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.Él usa, para decir “pesadilla”, la palabra “Alp”. Los hermanos Grimm, en su diccionario, dicen que “Alp” significa íncubo, demonio: fantasma nocturno que luego devino pesadilla. Pero allí está el monstruo hurgando por las noches. Abriéndose ante nosotros, los que duermen. Sentándose sobre nuestras cabezas que descansan. Dándonos el motivo del llanto sobre el pecho suplicante. No escapan los fantasmas que pueblan las fotografías. Su magnitud gravita sobre nosotros, pesada, íntima de pies que se arrastran, de manos que persiguen, de bocas ahogadas en medio del grito. La pila virtual de las fotografías es pesada, dura, ya no se abre a nosotros. Está clausurada en su solipsismo. La imposibilidad de la partida, el terror de permanecer la eternidad. La eternidad banalizada por la fotografía. La eternidad vuelta cosa sencilla la aleja, detiene al inmortal, desencanta el mundo.

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El fantasma que me mira ya no tiene ojos. Son dos manchas, pozos. Se van oscureciendo las partes invisibles. Nada importa, salvo lo que vemos allí, en la pantalla titilante, los 5 segundos prescriptos. O el segundo prescripto del scroll, del vagabundeo infértil de las horas muertas, pasa, pasa, pasa. Ojos fríos de pescado ante el monitor, las imágenes no se reflejan en ningún lado. No agregan islas a la realidad. Anulan la magia de lo que se sabe único. Repetidas, repetidas las imágenes nos entregan de vuelta nuestra propia superficialidad, nuestra jactancia. Son el símbolo perfecto de nuestra condición de máquinas. De nuestra fe de fantasmas. Caen una a una las imágenes, apiladas como las latas del supermercado. Todas idénticas, es decir: la misma. La foto en la pantalla está congelada, es eternamente fiel a sí misma. No hace trampas, no dice nada. Se sostiene ella misma en una agobiante ausencia de todo. Detrás: ni el mago, ni el actor. El blanco imposible de internet. Así, pasamos en el scroll el niño sirio muerto entre el dibujo del niño-ángel, un aviso publicitario, el video de Scorsese pidiendo salvar la Cinemateca Uruguaya, el TISA, cómo bajar esos kilitos de más, Donald Trump, la muerte del hombre más pequeño del mundo. ¿Y dónde está ahora el niño? ¿vemos, indiferentes, pasar las imágenes y comprendemos que la maldad (la nuestra, la de nosotros) es realmente banal? ¿estamos tan entumecidos que no podemos distinguir, ya, el horror del resto de las emociones?

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Se abre una ventana nueva, se despliegan las fotografías. Y allí está la mano del fantasma que se saca la ropa para posar así, verdadero, sin maquillaje, sin vestiduras de la moda. Y es el mismo mundo el que se anega y desaparece en la vanidad. El fantasma no es ya el que se busca auténtico en la copia, sino la copia del mundo que se reproduce y se niega a fuerza de imitación simple. Finalmente, todo se cierra para nosotros, es clausura que cancela toda posibilidad de vida eterna, o de vida.

2 respuestas a “Fantasma”

  1. […] oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Como en el tenebroso cuadro de Füssli, allí está el monstruo hurgando por las noches. Abriéndose ante nosotros, los que duermen. Sentán…te. Los fantasmas de los muertos velan nuestro sueño, su magnitud gravita sobre nosotros, pesada, […]

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  2. […] todo esto hay que agregarle una serie de textos atípicos en mi blog: un ensayo narrativo que escribí el año pasado, dos textos sobre pop (“Quince confesiones pop” y […]

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