El viernes 20 de mayo entrevisté en el bar Tinkal a Hans Ulrich Gumbrecht, con motivo de su visita al país. El lunes 30 salió en la diaria una versión un poco acortada de esa entrevista, que ahora publico en su totalidad.
Es casi imposible resumir la trayectoria de Hans Ulrich Gumbrecht. Nacido en Alemania en 1948, actualmente es Professor de los Departamentos de Literatura Comparada y de Francés e Italiano, y participa también en el de Estudios Germánicos de la Universidad de Stanford, donde da clases desde 1989. Autor de decenas de libros, su obra abarca los campos de la literatura, la historia y la filosofía desde una perspectiva poco respetuosa con los límites disciplinarios, y ha escrito sobre temas tan amplios como la literatura de la Edad Media, los medios de comunicación, el siglo XVIII y la historia de la metafísica occidental. Su interés en temas como la presencia, la estética de los deportes y su feroz crítica a la tradición hermenéutica lo convierten en un pensador revolucionario y un referente ineludible para entender nuestro presente.
Hace unas semanas estuvo en Montevideo participando del evento La condición electrónica, en cuyo marco el miércoles 18 dio una conferencia en el Centro Cultural de España llamada ¿Una discontinuidad radical e imprevista? Reflexiones sobre el estatus de “saber”, “texto” y “creatividad” en la era electrónica y el jueves participó de la mesa redonda Condición electrónica y presencia en la Escuela de Comunicación de la Universidad ORT junto a Aldo Mazzucchelli, que ocupa la Cátedra de Literatura Latinoamericana de la Facultad de Humanidades, Ilán Semo y Perla Chinchilla, ambos docentes de la Universidad Iberoamericana de México, con quienes además está preparando un libro sobre el tema, que proyectan editar en Estados Unidos en el año que viene o el próximo.
En un castellano con acento español muy fluido y con el sentido del humor y la inteligencia generosa que son su marca personal, Sepp, como le gusta que lo llamen, habló con la diaria del presente y futuro de las Humanidades, de política y fútbol, de distopías y el fin de la escritura, del cuerpo y un mundo sin Dios.
“No intente empezar por el comienzo”, empieza uno de sus libros de más apasionante lectura, In 1926: Living on the Edge of Time. Empecemos entonces por el final: hacia el cierre de su conferencia hablaba del futuro de las ciencias humanas e introducía el concepto de “contemplación secular”, ¿podría ahondar en eso?
Ese concepto lo estoy tratando de lanzar un poco, porque yo creo que eso de considerar todas las disciplinas académicas como ciencias es problemático. Por ejemplo, en alemán no se dice “crítica literaria” o “teoría literaria” sino “ciencia literaria” y, con este nombre o no, creo que existe una idea hoy en día de que lo que debemos hacer en las “ciencias humanas” es investigación, cuyo criterio es la racionalidad. Y yo creo que si miras bien, cuando las llamadas “ciencias humanas” son fuertes, es decir, tienen una resonancia, son productivas y hasta tienen un papel social (aunque acaso no un lugar en la sociedad), son otra cosa. Claramente, no son investigación tipo ciencias naturales. Y por eso hablo de contemplación, acentuando que es secular, sin la connotación religiosa.
Entonces, yo digo contemplación en el sentido en que se habla normalmente: es una concentración en un fenómeno. Además la contemplación tiene una connotación de volver a ello, vuelves a pensar en el fenómeno, y cada vez que lo haces objeto de tu atención, lo vas complejizando. O sea, encontrando más perspectivas. En ese sentido contemplación implica que lo que es productivo en las ciencias humanas es la complejización: hacer la visión del mundo más compleja, a veces más complicada, en vez de dar soluciones. Y también creo que, porque no vas a llegar a una solución, la contemplación es indefinida. Finalmente, en el plano de la profesión, podrías decir que en realidad lo que necesitamos no es tanto dinero para laboratorios de investigación, sino tiempo para pensar.
¿Pero la contemplación no tiene una connotación pasiva?
Veo donde vas. Yo creo que esa idea, que es mucho de mi generación, que las ciencias humanas tienen que tener un impacto, que nosotros tenemos que convencer al pueblo, y si no al pueblo a los políticos, de que hagan el mundo según lo vemos, está equivocada. Yo no estoy de acuerdo con eso porque, en primer lugar, creo que nosotros no somos de soluciones. Pongamos por caso las migraciones que ahora tienen lugar en Europa, que nadie se esperaba… yo no tengo ni competencia ni ganas de decirle a la canciller Alemana, a la señora Merkel, lo que tiene que hacer; primero porque no lo sé y segundo porque siempre que se ha hecho eso hemos quedado en ridículo. Sin embargo, yo creo que sí soy capaz de producir perspectivas nuevas, perspectivas diferentes, alternativas de pensar en esto, ¿no?
Y al final llego tan lejos como hasta decir que la metáfora antigua de la Torre de Marfil, (aunque no en el sentido de aislamiento intencional) está bien, porque precisamente cuando no estamos continuamente bajo la presión de encontrar soluciones es que tenemos tiempo para concentrarnos, y producimos lo que yo creo que es lo mejor que podemos producir: complejidad. Es decir alternativas, formas diferentes de ver el mundo.
Como estudioso de la Edad Media, ¿no cree que existe, de alguna forma, un paralelismo entre nuestra época y aquella, donde un grupo cada vez más cerrado preserva lo que podríamos llamar en un sentido genérico “la biblioteca”?
Me parece interesante, y creo que sí hay paralelismos, pero la conservación de la cultura no es uno de ellos, porque yo creo que hoy en día toda la tarea de conservación de cultura y de textos (lo que era la filología en el sentido clásico), gracias a Dios o desgraciadamente, lo hace mucho mejor la tecnología electrónica, y ya nada se va a perder. Piensa que esa era la mayor preocupación del siglo IX, cuando se había perdido la mayor parte de la herencia clásica griega y latina, y eso ya no puede acontecer aunque lo quisiéramos.
No obstante, en lo que sí encuentro que hay un paralelismo es con los monasterios, que en la Edad Media son el lugar de la cultura, y a la vez son sistemas cerrados. Y yo diría que existe una paradoja, que los sistemas cerrados son sistemas que al mismo tiempo son más abiertos y capaces de producir algo que luego pueda encontrar resonancia en la sociedad.
Es que, volviendo un poco a lo anterior, a mí los problemas de los políticos me interesan, pero yo soy un ciudadano como tú, como cualquiera, y no tengo necesariamente una competencia superior para solucionar, por ejemplo, el problema de los migrantes, de la que tiene un mecánico o un dentista o quien sea. Sin embargo, sí soy bueno en producir complejidad y entonces, precisamente, si me dejan un sistema cerrado, no que no comunique con el mundo, pero en el que pueda hacer lo que yo hago bien, entonces soy productivo y claro, me preocupo y hago cosas para que mi trabajo llegue a la población… y por eso estamos hablando ahora, porque creo que es muy importante que esto alcance el espacio público, pero sin que se confunda con solución, con consejo, con mandamiento, con superioridad.
Otra similitud con la Edad Media se da a través de lo que usted llamó “cuerpo místico”, es decir cierta “fusión de los cuerpos” que ha vinculado a espacios masivos como manifestaciones, conciertos de música o partidos de fútbol. El concepto es un poco difícil de comprender, teniendo en cuenta que esta “fusión de los cuerpos”, en el ámbito futbolístico, tiene en nuestro país consecuencias terribles muy a menudo.
En primer lugar, un poco como con el concepto de contemplación, me gustaría decir que son cuerpos místicos seculares. Muchas veces, hoy en día, algunos conceptos de la tradición teológica, sobre todo católica, pueden ser muy útiles. Pero yo personalmente no tengo ni existencial ni políticamente una preocupación por la religión, que me parece muy bien, pero no me interesa existencialmente. Y lo de cuerpo místico, que es la definición más antigua de la Iglesia, lo uso porque es uno de los pocos conceptos de la tradición occidental de sociabilidad que incluye al cuerpo.
Creo que el ejemplo más horrible del peligro al que tú apuntas y con razón, son los llamados Reichsparteitag [los congresos nacionales de Núremberg] de los nazis, esas concentraciones de millones de personas en un lugar, que las transforman en una masa sin voluntad, sin pensamiento, que sólo quiere seguir un caudillo (porque siempre está relacionado con un caudillo, un Führer, o lo que sea). Y esto es un problema, y no lo niego, pero al mismo tiempo pienso que ese deseo es un yearning tan evidente en un sentido democrático y tan plausible que, en vez de eliminarlo inmediatamente diciendo “Eso es fascismo”, deberíamos intentar imaginar un cuerpo místico sin esos peligros y, si no se pudieran neutralizar esos peligros, por lo menos cuáles serían los aspectos positivos y qué quiere decir estar en un cuerpo místico pensado como una cosa legítima, que implicaría una transformación bastante profunda de lo que llamamos sociedad. Porque cuando hablamos de comunidad es siempre pensando en comunidades de intereses compartidos, pero como todo el mundo sabe, hay dimensiones de sociabilidad que trascienden esos intereses compartidos…
Hoy existe, en el campo profesional, una gran especialización. Esto hace que la comunicación sea difícil, porque no existe, como en un tiempo, un terreno común, una “cultura general”, ¿no le parece?
Eso no lo asociaría con el problema del cuerpo místico, porque el cuerpo no se comunica. Justamente una de las cosas que me encantan de estar en la tribuna del estadio de mi equipo en Alemania, del Dortmund. Es que ahí estoy junto a personas que normalmente no vería. Y si durante el intervalo empiezo a hablar con ellos veo que, aunque no tenemos nada de qué hablar, tenemos que estar juntos.
Ahora, la especialización quizá se haga necesaria por la complejidad de ciertas tareas. Por ejemplo: mi hijo mayor es piloto militar en Alemania y volar un Eurofighter es mucho más complicado que volar un avión de la Primera Guerra Mundial, que era como andar en bici. Había más riesgo, pero era menos complejo. Y también está la responsabilidad financiera, porque si él comete una falta, eso cuesta a los contribuyentes 70 millones de euros. Es decir: mejor no cometas una falta. Entonces, por un lado, esa diferenciación social se comprende. Al mismo tiempo, y finalmente llego a tu pregunta, esto hace necesario una compensación para que la sociedad no se vaya disolviendo en islas que no puedan comunicar, pero también para que esas personas tan admirablemente especializadas tengan la capacidad de jugar su rol de ciudadanos.
Y veo aquí dos posibles reacciones: una función seríamos tal vez nosotros, y ahora no digo los profesores de ciencias humanas, sino los intelectuales. Que, definidos con una paradoja, se puede decir que somos especialistas en lo general. O sea, sabemos de muchas cosas, de algunas más, pero lo que nos caracteriza es una apertura infinita al mundo. A mí me interesa prácticamente todo. Y luego, pero eso es una cosa estructural, en todas las universidades americanas (y no lo digo para decir Estados Unidos tiene que ser el modelo) los cuatro primeros años son college, y la idea de college no es de ser una educación profesional, sino un intento de hacerte una persona culta. En los dos primeros años tienes programas generales, donde puedes elegir, y luego, en el tercero y el cuarto haces un énfasis, pero nunca vas a dejar de tener matemáticas, un poco de filosofía, etc. Y yo encuentro interesante que esta estructura, que por motivos que es largo explicar era idiosincráticamente norteamericana, hoy en día está intentándose aplicar en varios países de Europa, donde se dan las primeras tentantivas de transformar ciertas Universidades, aunque todavía no el sistema universitario, según este padrón. Y yo creo que esto acontece en reacción a lo que tú dices.
Claro, porque no tener una base cultural común es casi como no tener una lengua común…
Hace un par de años se descubrió que Silicon Valley había contratado más estudiantes de ciencias humanas que de ingeniería. Un día el rector de Stanford invitó a todos los eminentes de Silicon Valley y les preguntó “¿Cómo es que contratáis tanta gente de ciencias humanas?”, a lo que ellos respondieron “Nosotros ni sabemos que son de ciencias humanas… Cuando hacemos la entrevista para emplear a alguien nos interesa si es una persona entretenida, porque no quieres estar con personas aburridas”. Y el rector les dijo “Ya, pero ¿no les importa hasta qué punto puedan escribir code, o programar?” y le contestaron “Eso importa poco, porque en realidad lo aprenden en la empresa… El code que nosotros necesitamos en Google se aprende en Google y entonces nuestra expectativa con la Universidad es que produzca gente interesante” Yo estoy muy contento con esto.
Dos de sus libros seminales son Production of Presence: What Meaning Cannot Convey, de 2003 y Our Broad Present: Time and Contemporary, de 2014. Ahí se centra en algunos de sus conceptos más ferméntales: la idea de “presencia”, que realza la importancia de la experiencia corporal, y la de “presente amplio”. A la hora de definir el presente, dice Gumbrecht, nos encontramos con dos paradigmas (que él llama cronotopos) coexistentes: el historicista (típico del siglo XIX, que ve la Historia como una línea de sucesiones consecutivas) y el “cronotopo del presente amplio”, que implica a la vez la idea de un pasado que invade el presente e impide el olvido y de un futuro que aparece cancelado por amenazas de todo tipo (calentamiento global, superpoblación, escasez de recursos, terrorismo). El presente se vuelve entonces “un campo de contingencias” en el que se nos muestran infinitas alternativas con una característica: que todas son casi igualmente posibles. La importancia de este segundo cronotopo, que surge a mediados del siglo XX, entonces, es que ha sido potenciado por la condición electrónica.
Si bien es evidente que el pasado es cada vez más presente, a veces se tiene la sensación que hechos muy inmediatos son olvidados casi al instante, ¿no es como si hubiera un rechazo al pasado?
No hay un rechazo al pasado, sino que hay demasiada presencia del pasado. En Europa, desde agosto de 2014 cada día en cada buen diario tienes una documentación sobre aquél día hace cien años en la Primera Guerra Mundial. Entonces, cuando tienes tanto… es natural hartarse. Sin embargo estoy convencido que hoy, cada alumno, por ejemplo, hay algo que sabe muy bien porque le fascina, o porque es uruguayo, o porque es una forma de erotismo… Por ejemplo: cuando yo tenía veinte años Marilyn Monroe ya estaba muerta y si querías ver todas sus películas y saber todo, leer todas las entrevistas, eso era un trabajo de un año. Hoy en día cualquier nativo electrónico tiene literalmente todo en treinta segundos.
Entonces yo creo que es precisamente esa hipercomplejidad de la presencia de la historia lo que hace que ya no exista una zona compartida de la que todo el mundo sepa. Como todo el mundo tiene todo al alcance eso hace que en primer lugar, sea una complejidad que nadie puede digerir, y en segundo lugar, gracias a Dios, tenemos libertad de escoger lo que queramos. Pongamos por caso que quiero saber toda la historia del Club Nacional de Football. Bueno, yo creo que hoy en día hay más gente que nunca que sabe toda la historia de Nacional, que sabe toda la historia de una cierta salchicha en Alemania, que sabe cualquier joya que tuviera la reina Marie Antoinette, pero el sentido de la Historia con mayúscula, gracias a Dios y desgraciadamente, ya no existe.
Bien, esa es la primera arista. Pero si pensamos en ese “futuro bloqueado”, ¿podría explicar el efecto que tiene ese concepto en áreas como la política, que tiene un basamento muy fuerte en proyecciones y promesas?
Para la política es un gran problema. Yo soy lo suficientemente viejo y veo y escucho, ahora por ejemplo en las primaries americanas (absolutamente desastrosas, claro), las promesas que hacen y cuando hablan de cómo van a hacer el futuro no me lo creo ni loco. Sin embargo, eso es lo que tienen que decir, porque ellos tienen que moverse en el padrón historicista, y yo no me lo creo. Era interesante, en ese sentido, que Obama decía “Yes We Can” (Sí podemos) y esa frase quería decir “Parece que no, pero todavía es posible” y luego en la segunda elección ya no lo hacía. Esto es un problema serio, pero al mismo tiempo yo diría que tampoco hemos inventado un mejor sistema político que el parlamentario democrático, así que es un problema y punto.
En el fondo, lo que yo intento improvisar aquí es la idea de que lo que produce éste presente amplio de simultaneidades, con un futuro casi bloqueado y ese pasado casi agresivo, es una disforia general. Por ejemplo, recientemente estaba en Luxemburgo y hablé de la situación de la Unión Europea y ese tema me parece típico, en el sentido en que nadie la quiere abandonar, nadie tiene un proyecto mejor, pero al mismo tiempo nadie se entusiasma: están allí, como se dice en francés, “faute de mieux”, a falta de mejor cosa. Mucho como ciertas tradiciones de la identidad nacional, que están ahí y ¿por qué las vamos a cambiar?
Nuestro presente, quiero decir, es un momento de disforia, un momento que tiene problemas para engendrar entusiasmo para grandes perspectivas.
El segundo partido político más popular del Uruguay hizo su campaña en base a, por un lado, la casi no mención de su programa (algo común, en general, a todos) y por otro a una catchphrase que de algún modo, creo, es un argumento en favor de su tesis: “somos hoy, somos ahora”, ¿qué piensa de esto?
Eso lo voy a tomar para mi repertoire…
Es que ahí está claramente la idea de presente continuo, ¿no?
Por eso me interesa el concepto de “antropoceno”, que sería un presente continuo ya no superable, desde el primer humano que aparece sobre la superficie del planeta hasta el final de la especie. Todo eso es presente y todo está yuxtapuesto y el problema, lo que crea disforia es que es demasiado complejo y nadie puede con todo eso. Porque al mismo tiempo yo creo que más que antiguamente, y en parte también por el almacenaje y por la comunicación electrónica, somos bastante conscientes de esa complejidad.
Y lo encuentro interesante, porque como decía el miércoles, los estadios están más llenos que nunca pero también se vacían antes que nunca. Y la gente muchas veces, una vez que un equipo va ganando dos a cero se sale, y eso es una idiotez, porque quiere decir que sólo van al estadio para saber quién va a ganar y esa información la tienes en la web en dos segundos. Pero te sales porque piensas que al mismo tiempo hay tango en Fun Fun, está nuestra entrevista aquí, acontecen tantas cosas que siempre es demasiado. Y como decía en la conferencia, y esto es una hipótesis psicológica de aficionado, creo que el famoso síndrome de burnout, el que todo el mundo se sienta exhausto aunque objetivamente la gente trabaje menos que antes, tiene que ver con eso.
¿Esa idea no hace que podamos, como hacía Ilán Semo en la mesa redonda, decir que la época de la condición electrónica es profundamente melancólica?
Me gustó esa idea de Ilán, que claramente tiene una convergencia con mi concepto de disforia, pero para mí, quizás el de melancolía es más históricamente específico. Pero la definición freudiana de melancolía es la conciencia de una pérdida y yo creo que la disforia que yo describo, que es semejante, es la conciencia de algo que existe pero tú no tienes el tiempo de acercarte.
De un deseo frustrado de ubicuidad, digamos.
Ya, pero es más bien de las cosas que tú sabes que existen… Te voy a dar un ejemplo muy banal: yo tengo 68 y tú un día vas a tener 68 y vas a observar que tienes cosas que desde pequeño querías hacer pero que nunca has hecho. El año pasado fui a Nápoles y a Pompeya, a donde quiero ir desde bachillerato, estuve ahí y ahora puedo sentirme nostálgico de Pompeya pensando que nunca voy a volver, pero la disforia me viene de saber claramente que hay tantas otras cosas en esta lista que nunca voy a ver, y que todo está al alcance, que todo es relativamente fácil.
Otra cosa que me que me provoca una disforia quizá no tan históricamente específica, son todos los libros que me puedo imaginar y que ya no voy a escribir. Y no porque piense que la humanidad no puede vivir sin mis libros, sino porque me imagino que me lo pasaría bien escribiéndolos. Se podría llamar melancolía pero no por lo perdido, sino como la conciencia de que hay muchas cosas que te gustaría hacer que no podrás hacer y, justamente, no por la imposibilidad, sino por la complejidad.
Otro de los términos introducidos el jueves, esta vez por Aldo Mazzucchelli, es el de ausencia de negatividad. Decía que la tecnología actual es de tal modo parte de nosotros que ya casi se vuelve invisible y nos hace vivir continuamente en presencia de los otros, con los otros “en nosotros”, ¿cómo afecta o afectará eso el proyecto de sujeto moderno?
Esa idea de Aldo me pareció súper interesante porque nunca me lo había planteado así. Una perspectiva sería casi sinónima a lo que acabamos de hablar, trayendo el concepto de “campo de contingencia”, de infinitas posibilidades. Y lo que antes era un campo de contingencia rodeado por necesidades y por imposibilidades se está volviendo un universo de contingencia. Estamos continuamente confrontados con que todo sea posible.
Cosas que hasta hace poco eran imposibles, como la inmortalidad, se vuelven posibles, al menos en teoría. El género sexual dejó de ser un destino, porque uno puede cambiarlo. Y entonces es muy difícil constituir la trascendentalidad, porque con la conformación del universo de contingencia, todo lo que quedaba de negatividad para Dios, para ese ser que no somos, ya es nuestro. La omnipresencia se logró con los celulares; la omnisciencia, con la web, y de repente no hay negatividad.
Pero quizá la respuesta más interesante vuelva a lo que decía de la imaginación, o sea a imaginarse cosas que todavía no son posibles. Y te voy a dar un ejemplo muy peligroso: un filósofo alemán que me gusta mucho, Peter Sloterdijk, dijo que será irresponsable no utilizar el desciframiento del genoma para intentar producir humanos moralmente mejores. Y yo creo que él tiene razón.
Y al mismo tiempo el problema hoy en día quizás sea menos tecnológico, porque estoy convencido de que tecnológicamente se podrá hacer un día… ¡son tantas las cosas que hace 25 años ni existían y que ahora son completamente normales! El problema en el futuro va a ser otro, va a ser “¿Qué sería un humano mejor?” Porque una cosa es que nos imaginemos que podamos hacer todas transformaciones tecnológica, medicamente, pero, ¿cuál sería una vida mejor?
Entonces lo que será diferente es la capacidad de imaginar esa vida mejor. Hace poco di un seminario sobre Karl Marx y el título era “¿Qué es lo que queda de Marx?”. En total me entusiasmé mucho más con Marx de lo que jamás me hubiera imaginado, y si tú lees en los más de sesenta volúmenes de las Obras Completas en alemán los no tan frecuentes pasajes en los que él intenta describir una sociedad sin clases, te das cuenta que son muy pobres. O sea, para su propia utopía tenía muy poca imaginación. Es una sociedad sin clases, muy bien, pero ¿por qué va a valer más la pena vivir en ella?
Poder imaginar utópicamente lo que sería una vida mejor tanto individual como socialmente sería producir esta negatividad.
En ese sentido, si pensamos que el siglo XVIII es el siglo de la utopías, éste podría ser el de su opuesto, la distopía. Parece muy difícil pensar en un mundo mejor…
Sí, pero en primer lugar, en cuanto al XVIII, sólo para un experimento de pensar, como se dice en alemán, se podría decir que la mayoría de lo que en ese siglo se consideraba como utopía está realizado.
Si ves el mundo de hoy, con todos sus problemas, las utopías concretas de igualdad ante la ley, lo puedes criticar, pero básicamente existe; de libertad, sobre todo individual, para lo que ellos imaginaban, claramente existe; de fraternidad… Quizás, lo digo sin ironía, no tanto en Estados Unidos, pero en los países básicamente socialdemócratas existe una cierta fraternidad, una cierta solidaridad: nadie protesta que tu tengas que pagar impuestos para alguien más pobre Y aunque sé que no todo el mundo lo acepta, comparado con el siglo XVIII… O hasta con Marx: yo a veces me imagino que pasaría si Marx resucitara hoy y viera la mayoría de los países fantásticos en comparación a lo que era Manchester en 1850…
Segundo, me gustaría señalar que es asombroso que (y yo lo digo así cuando doy clases de literatura) uno de los discursos y géneros más aburridos y flojos a través de la tradición occidental sea la utopía, que es completamente geométrica, y sólo las mal hechas son interesantes. Porque realmente las distopías son más interesantes y eso lleva a un problema ni político ni filosófico, sino estético. Y pongo un ejemplo conocido: en la Divina Comedia el Infierno es infinitamente mejor que el Paraíso. Entonces, la pregunta es ¿por qué somos más fuertes poéticamente imaginando distopías, imaginando catástrofes, imaginando situaciones kafkianas que desarrollando una visión de un mundo feliz?
Quizás, y tal vez estoy especulando demasiado lejos, porque no nos atrevemos a imaginarnos una felicidad, una sociedad, una vida, más somáticas, que utilicen más el cuerpo… y yo sí voy a admitir que muchas veces estoy feliz con una hinchada en el estadio precisamente porque no pienso mucho.
Y eso se acompaña con lo que mi amigo ya muerto, Friedrich Kittler, llamaba “la noche de la sustancia”. Es decir, durante el tiempo en el que tú formas parte de un cuerpo místico no estás reflexionando, no estás analizando, no estás penetrando la sustancia del mundo con tus ideas… Y te voy a dar el último ejemplo de eso: todavía espero leer la primera buena descripción de un orgasmo. Todo el mundo sabe lo que es, pero describirlo lo encuentro muy difícil y no tanto porque los literatos no lo hagan bien… Lo cierto es que resulta muy difícil describir qué es tan bueno en un contacto erótico, o ese placer de formar parte de una hinchada… es muy difícil describir el placer de una buena comida, es horrible el discurso de los especialistas en vino, por ejemplo… Y quizás, volviendo a las ciencias humanas, haya ahí una tarea seria para la escritura, de encontrar formas de conjurar y hacer presente esta “noche de la sustancia”.
¿Y de qué forma sería, a través del lenguaje?
No lo sé, a veces pienso que cuando doy clases consigo compartir un momento de intensidad con mis alumnos, que sea contagioso en ese sentido. Si tú das clase con poesía (no dar clase sobre poesía, que es horrible), y recitas un poema bien prosódicamente, en su lengua original, y dices “Escucha lo precioso que es esto”, quizá sea mucho más exitoso en plan de utopía que decir “Ahora vamos a analizar el poema, el contenido es tal, el poeta nos quiere decir…”, porque todo el mundo sabe que eso sólo ataca los nervios.
Eso es un poco una postura “contra la interpretación”, ¿no?
Claro, ¿por qué no? Llevo una tradición contra la interpretación de muchos años y sé que hay casos en los que no está mal, y hoy soy menos anti-hermenéutico de lo que solía ser. Lo sé hacer pero me parece aburrido, porque lo que realmente me interesa es que hay otras posibilidades y lo que observo en mis propias clases, y no quiere decir que sea un profesor fantástico, es que a veces eso sale bien. A veces das una clase y te das cuenta que ha sido contagioso para tus alumnos, que se entusiasman por los mismos problemas o textos que tú o que no están de acuerdo y yo encuentro, después de dar clases por más de cuarenta años, súper difícil, sino imposible, extraer un método de eso.
Gumbrecht en español
Varios de sus más de treinta libros han sido publicados en nuestro idioma. Cinco de ellos fueron traducidos por Aldo Mazzucchelli: En 1926. Viviendo al borde del tiempo (Universidad Iberoamericana de México, 2004), Producción de presencia. Lo que el significado no puede transmitir (UIM, 2005), Elogio de la belleza atlética (Katz, 2006), Los poderes de la filología: dinámicas de una práctica académica del texto (UIM, 2007) y Después de 1945. La latencia como origen del presente (UIM, 2015). Algunos de los otros son París-Berlín (Fundación BBVA, 2002), Lento presente. Sintomatología del nuevo tiempo histórico (Escolar y Mayo, 2010), y, en colaboración con Robert Pogue Harrison, Michael R. Hendrickson y Robert B. Laughlin Mente y materia ¿Qué es la vida? (Katz, 2010).
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