El 21 de mayo de 2016 se celebró Bazaar en la Plaza Zabala, un evento organizado por Ronda de Mujeres como «una apuesta a la imaginación y una invitación a la colaboración comunitaria». Yo formé parte del proyecto que dieron en llamar Biblioteca Humana, y para eso leí una selección de algunos poemas míos y otros ajenos (y traducidos por mí) que llamé Destrucción del jardín.

Destrucción del jardín
«Un mito de devoción», de Louise Glück
Cuando Hades decidió que amaba a la chica
construyó para ella un duplicado de la tierra,
todo igual, bajo el llano,
pero agregó una cama.
Todo igual, incluyendo la luz de sol,
porque iba a ser difícil para una chica joven
pasar tan súbitamente de la brillante luz a la oscuridad total.
Gradualmente, pensó, introduciría la noche,
primero en forma de sombras de hojas temblorosas.
Luego la luna, luego las estrellas. Y entonces no luna, ni estrellas.
Dejaría que Perséfone se acostumbrara lentamente.
Al final, pensó, se sentiría cómoda.
Una réplica de la tierra
pero con amor.
¿No es amor lo que todos quieren?
Esperó muchos años,
construyendo un mundo, mirando
a Perséfone en el llano.
Perséfone: una oledora, un degustadora.
Si tenés un apetito, pensó él,
los tenés todos.
¿No quieren todos sentir en la noche
el cuerpo amado, brújula, estrella Polar
oír la respiración tranquila que dice
Vivo, que significa también
vivís, porque podés oírme,
y estás acá conmigo? Y cuando uno se mueve
el otro se mueve—
Eso es lo que sintió el señor de la oscuridad
mirando al mundo que había
construido para Perséfone. Nunca pensó
que no habría ahí olfato,
ni, ciertamente, hambre.
¿Culpa? ¿Terror? ¿Miedo al amor?
Esas cosas no las podía imaginar;
quien ama no las imagina jamás.
Sueña, se pregunta cómo llamar este lugar.
Primero piensa: El Nuevo Infierno. Luego: El Jardín.
Al final, se decide y lo llama
La Infancia de Perséfone.
Una luz suave se levanta sobre el nivel del llano,
tras la cama. Él la toma en sus brazos.
Quiere decir Te amo, nada puede herirte
pero piensa
eso es mentira, entonces dice finalmente
estás muerta, nada puede herirte
que le parece
un comienzo más prometedor, más cierto.
“Porque amamos las áridas colinas y los árboles retorcidos”, de Margaret Atwood
Porque amamos las áridas colinas y los árboles retorcidos
nos dirigimos al norte cuando podemos
más allá de la taiga, la tundra, la costa rocosa, el hielo.
¿De dónde viene este olor escaso,
nuestro? ¿Por cuánto tiempo
vagamos en este páramo, aprendiendo de memoria
todo lo que solíamos saber:
poner el pelo de las pieles del lado de adentro,
aliarnos a los lobos, comer grasa, odiar el derroche,
esculpir el espíritu, respetar la nieve
hacer y preservar el fuego?
Todo lo que una vez tuvo un alma
incluso esta almeja, este guijarro.
Cada uno tenía un nombre secreto.
Todo oía.
Todo era real,
pero no siempre amable.
Debías cuidarte.
Anhelamos volver ahí,
o nos gustaría sentir, al menos,
cuando no hace demasiado frío.
Anhelamos prestar esa atención.
Pero hemos perdido la astucia;
y además la música es otra.
Todo lo que oímos en el canto del viento en el llano
es el viento.
Los restos
I
Es difícil.
Piso mi exoesqueleto,
doy una vuelta,
me duermo sobre su fosilizada fosforescencia.
El bunker huele mal,
a ese muerto yo, corteza que se desprende, un trozo de algo dejado ahí, un trapo sucio ahí.
Y dónde está la tira de huevecillos
que cuidé de los lagartos y ahora te has devorado
“desayuno frugal”, dijiste. Y yo me mordía las antenas, perdía todo.
II
Hay una niebla que no dice fechas,
enumera los días y no los revela
sin nombres
los pone en el cordel de su indeterminación.
El espanto recorre como un viento
el campo sin frutas de Venus,
arde el azufre y recupera los nombres tersos
terrestres
humanos.
Llueve una vez más
en el otro hemisferio cae
el pasacalles antiguo: Willkommen.
III
Perdí la boca esa que acababa de ver.
No sé si viven esas bocas sin cuerpo
en la laguna de metano. No sé si ahí podemos sentir el tacto de esas bocas,
no sé si están. Las veo a veces, esas bocas
parecen comunicarse. Bocas o peces de imposible anatomía.
Extraño ver el cielo.
IV
La figurita se hunde, es toda hielo y electricidad.
Orilla sin torno, fin determinado por la vuelta
sobre el mismo pálido eje, saca la foto el aparatito
y deja en nosotros el gusto amargo
de un tiempo, de una forma.
Nada significa el canto
allá en vacío.
V
Sobre la osamenta del mastodonte
se ha posado un milenio. La extinta mariposa
y el hombre, cosas viejas,
no responden con la boca, pero hablando aún
son polvo y sonríen.
VI
Los siete ojos cerrados para siempre
de él que fue todo para nosotros.
Que nos paseaba en la cabina trasera del transbordador, con la capota abierta
a las estrellas frías. Que nos juntaba
trocitos de supernova
trocitos de volcanes
y de rayos. Que nos dejó sostener, entonces, el caliente polvo del cometa,
su radiante cola que lo inflamó
y le dio la muerte, tres meses después, mientras comía hojas.
Yo ya no supe cómo encender la máquina.
VII
La vi morir. Era de día.
Partía por fin la plateada gota que sube
y en mi mano una florcita azul decía el secreto de su evidencia.
No sabíamos
en el estruendo
el viaje con los talones dados vuelta
al principio de las cosas.
VIII
Fuera de la historia
todo es fuera. Lo que vino antes en los milenios y lo otro: masa negra.
Pica el pterodáctilo el huevo fúnebre
yema y viento, nada perdona. Todo detenido, miro mis manos,
esperan el meteorito, la noche de la modorra final, del desligamiento en el limo,
el cuerpo en proceso de petrolización
bajo la tierra respira. Fuera de la historia las letras no dicen nada
escupen cosas en el pleistoceno, en una nada acuosa
en la gran mortandad que nos espera
y que no sabremos descifrar.
IX
Pausa
corto el canto un momento.
El pájaro en su rama que no está –estuvo– ahora se detiene.
La boca abierta y la lengua ahí, detenida en mitad del grito.
Pausa
corto el canto, la voz, al silencio. Se sostiene y lo siento: eso que vuelve
es un pájaro vivo. Ahora canta en su rama acá afuera, es de noche.
Pasa la lluvia, Play
vuelve el canto, retoma a la vida en su rama allá
el pájaro de invención.
X
Que estaba ahí
tras las capas geológicas
el dentado aparato esperando las generaciones
de hombres y criaturas. La mano gris helada
que viera su inmaculada terminación
en metales de otra galaxia. Y el parpadear cada vez más tenue
hasta el apagón.
«Luz repentina», de Dante Gabriel Rossetti
Ya estuve acá,
no podría decir cuándo ni cómo:
conozco los prados más allá de la puerta,
el dulce, acre aroma,
el sonido lastimero, las luces de la costa.
Ya fuiste mía, —no sabría decir hace cuánto:
pero justo cuando se elevó esa golondrina
se volvió tu cuello y, así,
algún velo cayó— lo supe desde siempre.
¿Ya había ocurrido esto? ¿No debería, entonces, restaurar el tiempo
con nuestras vidas nuestro amor
a pesar de la muerte,
y regalarnos el día y la noche un placer una vez más?
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