Hace un tiempo, y sin planearlo, comencé una serie de textos cuyo origen está en unos poemas que recientemente leí en público.
Para tres de esos textos (dos que luego salieron en la diaria y el otro en la revista Hugo) Gastón Haro hizo unos impresionantes montajes fotográficos, que aprovecho ahora para compartir.
Al momento, la última parte del recorrido es una narración, que conjuga gran parte de los temas que me han perseguido en estos meses, años y fragmentos de esos textos. Es la que sigue:
En verdad lo que quería era hablar de mi abuelo. Ahora puedo nombrarlo: suyas son las begonias, suyo el corazón palpitante en el centro del mundo. No hay un consuelo después, no hay algo que venga, que siga la trama más allá, que apuntale un argumento que, en sentido estricto, no existe, que es el sueño de un sueño. Cae la baldosa, el libro, cae la noche, caen los párpados, los pétalos, el manto liviano de nuestra incredulidad. ¿Y después? Se derrama, se deja llevar entre las piernas, como una cola absurda, se desparrama en el suelo para darse así en estallidos de metales, de heroicas. Inventé a Carlos Martínez Moreno para seguirlo a él, para tener esa conversación del metal tembloroso en la Rambla, de Anhelo Hernández cortado a pulmón. Quiebra un estanque, quiebra la pálida sonrisa estática del mausoleo. Quiebra el sentido inmediato de las cosas de seguir por un momento más dándole a las palabras la inmediatez en el sentido, en el pálpito, en la niebla. Para siempre estas palabras me acobardan, para siempre ahí me llevan, me sacan, me dan el sentido para arrebatarme el precioso significado último, la carcasa del lenguaje que se entrega al otro. Te doy este sonido, este signo. No hay mayor abandono que esta música. Dejala sonar así en nuestras cavernas, en nuestras cajas de eco. Para el lagarto, para ese lagarto que también se llama temor, voy pegando los retazos: fragmentos del discurso. Veo un pez bajo el agua que dice muerte y dice sexo. Veo las caras enfermas, retorcidas en los espejos, veo las dos mitades de un cuadro que se anulan. Veo el tigre que se llama pecado. Veo el cuervo que se llama destino. Veo el árbol que se llama suplicio y que se llama entendimiento. Marx ha dicho “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Como en el tenebroso cuadro de Füssli, allí está el monstruo hurgando por las noches. Abriéndose ante nosotros, los que duermen. Sentándose sobre nuestras cabezas que descansan. Dándonos el motivo del llanto sobre el pecho suplicante. Los fantasmas de los muertos velan nuestro sueño, su magnitud gravita sobre nosotros, pesada, íntima de pies que se arrastran, de manos que persiguen, de bocas ahogadas en medio del grito. Me despierto, giro. Ahí está la sombra inconfesable, la mancha de mi miedo. La putrefacta luz verde del fondo marino. Me va persiguiendo en su endiablado ensimismamiento. Los perros de afuera me asustan. Yo, mientras tanto, hago la novela de esos hombres que ya no me pertenecen. Cae el golpe certero sobre el cuello y muere el pavo con un grito en el pico. Hay que rellenarlo con pan húmedo, hornearlo muy lentamente, rociarlo con su propia grasa para que no se seque. Mi bisabuela mira las sierras, mira muy lejos a esas sierras de Escocia que no puede siquiera imaginar. Ni a su sombra allá bajo una cruz celta. La persigue un duro dictamen en una lengua que no comprende. Hace la cruz al pie del escrito mi abuela, sin leer. Los ojos distraídos mientras enfrente caen y se yerguen los monumentos de la civilización y las líneas se pierden en mugidos y lamentos de cencerros. Brasil empieza ahí, señala al verde. “Ahí” de pronto se convierte en una realidad tan consistente, tan corpórea, tan determinada. La soledad está ahí, la alegría está ahí y el pesado cargamento de unas cadenas suenan sobre el entrepiso. En el altillo Samuel Johnson arma el diccionario. Va dejando las palabras caer, va dejándolas irse entre ellas llamando, convocándose en los ejemplos, en la tenebrosa amplitud del infinito. Se va armando el texto en un cielo que no veo, en las perdidas fauces del monstruo. Ve el cuerpo segmentado de su presa. Literaria o fílmicamente, a través de una persiana americana. Pero también a través de las ramas o de los espacios que dejan los dedos para que el niño vea-no vea la escena erótica o de terror. En el búnker todo es fragmento, sección. Entra luz/no luz de ventilador. La rendija respira una iluminación parcial, enceguece, seca la retina cansada. Hay restos de un cuerpo. Por decir algo: Montevideo, año 3321. El hombre se quedó dormido sobre su exoesqueleto. Una viscosa suavidad lo rodea. El hombre se cierra sobre la tira de huevecillos que es su único motivo. Protege a los hijos. Esos huevecillos no vivirán. El gusano desayunó yemas frías mientras dormías sobre el exoesqueleto blando y oloroso. Abre los ojos amarillos, se limpia una con otra las patitas. El bicho retrocede, huele el podrido de la clara de sus imposibles hijos. La noche, más la noche. Cerrado todo el pánico. El hombre bicho del futuro ve en celdas, ve fragmentos. Y el hombre miope, máquina con lentes, busca el fragmento para entender. Busca dónde fijar la mirada, se pierde en la lejanía que impone el conjunto. El hombre máquina, miope con lentes, se acerca al cuadro para inspeccionar una pincelada. Nada más puede ver. Cae el telón como la lluvia afuera. El ventanuco del búnker se vuelve un caleidoscopio. Miran dos. Miran tres. Caen piedras de aluminio, lluvia del tercer milenio. Afuera arde el Salvo una llama verde y eterna, sin consumirse. El búnker fue una vez otra cosa, un pozo en la tierra. El hombre bicho se dobla sobre sí mismo para llorar, pero no puede. De cada huevo nacería algo de un niño que él sabría armar. El hombre bicho no tiene los pedazos para juntar. Se devora las patitas. Dice el gusano, ya en el sueño de la muerte, “frugal desayuno”. Otra forma sobre lo mismo. Condenado a la búsqueda del todo, el hombre bicho se alimenta de sí para sobrevivir. No se conoce el límite de la escritura, cuánto puede darse a luz a sí misma, una palabra a la siguiente. Y otra vez diciendo: el pensamiento es lineal, el tiempo es lineal. Pero no. El lenguaje es lineal. Sigue la consecución de las palabras, el orden del significado. Jerarquiza el mundo, que en nosotros es una llama eterna. Verde o azulina. De propano, de combustión rápida, derivada de la grasa de nuestro entendimiento. Colores, impulsos, dolores y palabras. Cae la pesada lluvia futura. Es lo mismo. Sigue el lento paso, el bicho se come a sí mismo en un círculo sobre sus patas. No le crece nada a cambio, es todo boca. Todo ojos que miran. No a la vez, no como en la split-screen ni en el collage. Busca el todo, el hombre bicho aún busca el todo. Mira, angustiado, quebrarse el vidrio. Cree ver cómo entra el tóxico gas de sus excrecencias. Pronto serás una vaina gris, dura y muerta. Eterna y muda como la materia. Pronto serás la inútil tira de huevecillos. La infértil anemia del caucho. Doblado así, ensimismado, como un neumático. El fragmento provee el inmediato placer, el delicado arte de la expectativa, de la adivinación y de la ciencia. De la especulación, lisa y llana. La lista de los pendientes se vuelve eterna, imposible, y eso da un placer oculto. Vale la pena. Tener qué ver. Si se desprende el mundo del mundo, es lo mismo. Se muestra en el vericueto de un píxel en toda su más maravillosa variedad. Embarga la dulce sensación de estar vivo. De seguir la madeja, de buscar el dorado centro, de matar al bicho nuestro, de hacer sentido. Crea el hábito de la eternidad. El exoesqueleto ha perdido todo rastro de hogar. Es una carcasa fría, inútil. El hombre bicho se cubre de periódicos, antiguallas. Reseñas de libros, entrevistas a alguna figura una vez prominente, una columna de opinión sobre aquella recordada crisis griega, una noticia escueta sobre el precio de la nafta, el amorío de cierta estrella de cine. Nombres del olvido, que el hombre bicho lee con depurada emoción. No lee, porque esa práctica ya no existe. Pero toca y mira los curiosos dibujos de las letras, como talladas en el papel fino. Blanco, negro, celeste. Recuerda los colores. No los nombra, no hay palabras en su memoria. Hay cosas, que no entiende. El búnker se va llenando de vapores, el hombre bicho se tapa mientras traga la última de sus piernas. Se asfixia. Aterrados se muestran el dolor, la risa, el espanto y la melancolía. Caen las palabras y no se leen. Hierve un agua podrida en el búnker. Está entrando el calor de lo externo. Todo es externo. Nada es externo. El hombre bicho se endurece como las cosas olvidadas. Es un trozo de cuero, el resto de una comida, un chip inútil. Sus ojos se han secado, la mandíbula abierta deja ver el asombroso vacío que es un cráneo, galería de ecos. Puede olerse la enfermedad. El búnker se hunde. Fuera, el Salvo aún consume la mampostería sobre Andes. No se puede ver.
Recientemente me puse a jugar con un software diseñado para hacer pixel art, y de ahí salieron los dos dibujitos que siguen, que ilustran el lugar y el sujeto de la ficción.
Deja una respuesta