En la revista Lento de este mes salió un breve cuento, «El fuego del Salvo«, que tiene como sucesor otro que recientemente apareció en un blog amigo, y como prefacio este, que de algún modo les sirve de explicación, de prehistoria.
H. bajó la mirada, avergonzada. La mujer que yacía desnuda tomando sol en la azotea le producía descontento y a la vez una punzada fuerte en el pecho, como cuando recitaba un poema. Tímida volvió a mirar pensando en Baudelaire, en las cariátides del edificio, en el verso “eterna y muda como la materia”. La piel brillante, templada, tirante y bella; el pelo hacia atrás, cayendo de la reposera; los ojos cerrados y la cara relajada, una pierna levemente doblada, las manos a los costados, las uñas despintadas. La mujer parecía un suave monumento de lo pasajero.
Entró. Puso los narcisos en un florero de vidrio y se secó las manos en el vestido. “50 pesos la docena” oyó. “Una rosa es una rosa es una rosa” oyó. Se miró en un espejo gastado, en su cara se veían las marcas del cansancio. Suspiró. Sonó el timbre, era Paulina.
Paulina entró cargada. Traía muchos libros en unas bolsas de tela amplias. Traía pescado, que había comprado en la feria, y queso. Sin soltar nada sacó el queso y le hizo una incisión con la navaja. “Probá”, le ordenó a H. y ella acató. Y el queso estaba a punto, perfecto. Se sirvió vino. Paulina no veía nada, estaba ciega desde hacía mucho tiempo y como H. la quería mucho la recibía todos los miércoles para oírla y copiar sus palabras, sus historias, las cosas que decía y las que quería decir.
Ella leía los libros sin verlos. H. le iba leyendo en voz alta, muy lentamente, con su hermosa voz, y Paulina a veces se quedaba dormida. Se dormía ahí, sentada. Su respiración se hacía más profunda, cerraba los ojos pesados, se aquietaba el cuerpo, pero apenas H. dejaba de leer por más de cinco segundos decía “No pares”. Y H. seguía. Le gustaba leerle a su amiga, se conocían desde hacía mucho tiempo, y, aunque Paulina era bastante menor, H. la sentía como una madre amorosa a la que debía infinitos cuidados, a la que cubría de atenciones y mimos como le hubiera gustado que sus hijos hicieran con ella.
Pensó en Minuto, miró su foto en la pared, encendió la pequeña vela que tenía siempre en frente. Le gustaban los narcisos. A él le gustaban también, o eso le parecía recordar. El día en que se había enterado que su hijo había muerto había narcisos en la casa: recordaba el aroma embriagador del mar, el ruido de las gaviotas, su cuerpo cayendo como en cámara lenta, el frío de las baldosas, Paulina. Nada más.
Con un delicado movimiento de mano inclinó la cucharita hacia el costado y el pimentón cayó justo encima de la cúrcuma. Pronto los polvos se mezclaron con el agua, se fundieron en el agua, pero el rojo y el amarillo así tan próximos la hicieron sonreír. Paulina dormía, siempre dormía toda envuelta en lanas, un lío de lanas y de piel vieja, acurrucada dulcemente en una butaca. Abrió los ojos de oveja de golpe.
“Seguí”.
Y H. levantó el cuaderno y leyó:
El negro bosque, Pavía, ya son nada,
su muchedumbre de árboles, olvido.
Entré en Rávena. Duermo en una cama
“Pará ahí, ¿qué es eso?”, decía Paulina ahora con el mentón levemente inclinado hacia arriba, los ojos entrecerrados, perversos. “Lo que escribiste ayer”. ¿No se acordaba? Seguramente sí, pero de todos modos le hizo contar las sílabas (el-ne-gro-bos-que-pa-ví-a-ya-son-na-da / su-mu-che-dum-bre-deár-bo-les-ol-vi-do / en-trén-rá-ve-na-duer-moen-u-na-ca-ma). “Está todo mal. Probá cambiar el orden del primer verso, porque si no es un dodecasílabo. Y el último verso, ¿rima asonante? Es horrible, borralo.”
Tacha, reescribe, le vuelve a leer.
Ya el negro bosque, Pavía, son nada,
su muchedumbre de árboles, olvido.
“Ahora está mejor”, dijo y se volvió a dormir. Y H. leía, con una mano sosteniendo el cuaderno, la otra revolviendo el lento guiso. Se preguntaba por su amiga, que pasaba seis meses puliendo versos que al final no valían demasiado, eran aburridos. Se preguntaba por ella, que durante esos seis meses leía, borraba, volvía a escribir, armar y desarmar las cosas y sus formas, las palabras distantes, los paisajes que veía ahí por la ventana. Esos versos eran malos, pero lograban hacerle ver cosas inesperadas con vehemente fidelidad. El bosque silencioso, Rávena, las basílicas, las esculturas antiguas, los ejércitos longobardos, el temor antes de la batalla, la nieve.
La nieve cayendo sobre un mundo dorado, un sueño y la esperanza sosegada, la vida eterna. Una columna en medio de una plaza, el emperador en su caballo, la reina bebiendo hasta el último trago del dulce veneno del honor, las culebras a la venta en los mercados, el fulgor del sol sobre los yelmos, la lenta traición que se teje en silencio. Y todo el barro, la sangre, el estruendo de los cuerpos en el sexo, las páginas pasadas, las bestias de tinta y de fatalidad. Los oráculos, el prisionero, los blancos elefantes, las montañas, la derrota y el final, el cuchillo imperturbable, las piernas cansadas y las letras que se cincelan en el mármol y el exilio, que se escribe en el agua.
“Seguí”.
“Ya terminé”, dijo H. y echó un chorrito de vino en la olla. “¿Ya está hecho?, ¿terminamos?”, Paulina estaba completamente erguida, temblorosa. “Ya está, leí todo lo que hay en el cuaderno.” “¿Nada más, entonces?” “Nada más”.
Se paró lentamente, con una seguridad que H. ya casi no le conocía. Se acercó a las fotos del pequeño Minuto, rubio y pálido, tomadas la semana de su muerte. Se acercó a las fotos de Perdida, ahora una mujer hermosa que usaba delicados vestidos y que cantaba como un ángel en el hall de un hotel. Se acercó a la foto de León, de traje, la cara surcada por arrugas. Y H. pensó por un instante que los podía ver. Que podía verla.
***
De pronto, aquella mujer que pareció un instante tan alta, tan fuerte y joven vuelve a encorvarse, se sienta en el suelo, como un bultito. Dice a toda prisa, mientras H. se apura a tomar nota y el agua hierve en la olla, toda vapor: “Llegaron los invasores y rápidamente la ciudad fue destruida. Hay quienes dicen que la ciudad se destruyó a sí misma y que la presencia de los invasores fue fruto únicamente del azar, que se regocija premiando con las palabras grandilocuentes de la Historia a los pobres hombres y sus pequeñas acciones.”
No oye más. Después un zumbido muy fuerte y, justo cuando cree oírla decir “Borrá el final”, siente el estallido brutal de la primera explosión.
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