Dos mujeres: sobre «Kew Gardens y otros cuentos», de Virginia Woolf, y «Tres mujeres», de Sylvia Plath

Reseña de Kew Gardens y otros cuentos de Virginia Woolf (Madrid: Nórdica, 2016) y de Tres mujeres de Sylvia Plath (Madrid: Nórdica, 2013) que salió en la diaria el 23 de noviembre de 2016.

Virginia Woolf (1882-1941) y Sylvia Plath (1932-1963), además de su lugar principal en los movimientos o estilos literarios con los que se las identifica (el modernismo inglés y la poesía confesional, respectivamente), de su estatus de emblemas feministas, de haber estado casadas con artistas (el teórico político y narrador Leonard Woolf, el poeta Ted Hughes) y de la luctuosa sombra de sus suicidios (por agua, por aires), comparten lugar en uno de los catálogos editoriales más interesantes del mundo hispano. Me refiero al de la editorial española Nórdica, que cumple ya diez años pero acaba de llegar a Uruguay. A ella pertenecen Kew Gardens y otros cuentos, que reúne tres piezas de acaso la mayor novelista inglesa; y Tres mujeres, un desgarrador poema a tres voces de una de las poetas más influyentes de la segunda mitad del siglo XX.

Ensayos de una perfecta novelista

Monday or Tuesday se llamó la única colección de cuentos lanzada en vida (1921) por Woolf. Fue, como casi todas sus grandes obras, publicada por Hogarth Press, la editorial que había fundado en 1917 junto a su marido y que de ese año a 1946 publicó más de 500 títulos, entre ellos The Waste Land, el mayor poema de T. S. Eliot, “Prelude”, de Katherine Mansfield, y traducciones como la de Los endemoniados de Fiódor Dostoyevski (realizada por Woolf) y la de las obras completas de Sigmund Freud (en la versión llamada “standard”). El curioso título (“lunes o martes”) de ese libro, que incluyó, entre sus ocho cuentos, los tres que componen esta edición de Nórdica, se desprende de un ensayo fundamental: “Modern Fiction”.

En él, Woolf critica por “materialistas” a escritores mayores como H. G. Wells y Arnold Bennett, que según ella escribían sobre cosas sin importancia y gastaban “una cantidad inmensa de habilidad y trabajo para hacer lo trivial y transitorio parecer genuino y duradero”. La ficción moderna, entonces, debía ser “espiritual” y, como la literatura del entonces joven y prometedor James Joyce, preocuparse por “revelar los fulgores de esa llama central”, aunque esto implicara tomar grandes riesgos en la forma y el lenguaje.

Así, si la mente “recibe una miríada de impresiones —triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con el filo del acero—” y si los átomos caen en una “lluvia incesante” y “toman la forma de un lunes o de un martes”, el escritor debe trabajar según su sentimiento y no siguiendo la convención, escribir lo que quiere y no lo que debe, porque “la vida no es una serie de lámparas arregladas simétricamente: la vida es un halo luminoso, un envoltorio semitransparente que nos rodea desde el principio de la conciencia hasta el fin”, y el deber del novelista no es otro que “comunicar este espíritu desconocido e incircunscripto, sea cual sea la aberración o complejidad que pueda presentar”.

Estas palabras sirven como clave de lectura de los tres cuentos: el que da el título al libro, “Una casa encantada” y “La marca en la pared”. El primero, que había sido editado en 1919 con ilustraciones de la hermana de la escritora, Vanessa Bell, fue un éxito de ventas que hizo de Hogarth Press un proyecto redituable. Tal vez sea, de los tres, el que mejor expresa la plasticidad de la mirada de Woolf, que se ubica en los famosos jardines públicos londinenses y usa una técnica que la crítica Panthea Reed vinculó al posimpresionismo pictórico, porque deja a la prosa llevarse por las formas, en un paneo en el que la vista se detiene por instantes a recortar de la realidad un fragmento (un zapato, un caracol) que, aislado de su contexto, cobra una significación especial, en tanto reluce bajo una luz nueva y potente, poblado de una subjetividad que se traduce en intensidad narrativa.

Todos esos elementos ya habían sido investigados en el cuento que cierra la colección pero es cronológicamente el primero: “La marca en la pared”, editado en 1917 junto a “Tres judíos”, de Leonard Woolf, como lanzamiento de la editorial. Un detalle cotidiano desencadena una serie de asociaciones y permite al flujo de conciencia correr libremente, casi como un ensayo para Al faro (1927) y Las olas (1931), dos de las novelas más importantes y arriesgadas desde el punto de vista formal y de lenguaje de la escritora.

A esos cuentos que abren y cierran el volumen los une su atento juicio de la vida moderna (con referencias a la Primera Guerra Mundial, por ejemplo); “Una casa encantada”, publicado por primera vez en la colección Monday or Tuesday, se aleja un poco de esa mirada para centrarse en una fábula con ribetes sobrenaturales. Dos fantasmas sirven como contrapunto a los vivos, y Woolf revisa un tópico de la literatura inglesa de modo novedoso, con figuras que expresan una verdad que atraviesa los siglos en constante transformación.

Las voces y la voz

Tras el nacimiento de su segundo hijo en 1962, Plath se puso a escribir “Tres mujeres”. El año anterior había sufrido un aborto espontáneo, y es tentador vincular esos hechos con la escritura de un poema que tiene como personajes a tres mujeres: una que acaba de parir a un niño, otra que pierde al suyo, y otra que da en adopción a su hija recién nacida. Pero esa lectura se agota fácilmente, es (no pun intended) estéril.

Más interesante sea tal vez ver cómo esas “tres voces” —ese era el título original— funcionan líricamente, cómo establecen nexos con el resto de la obra de su autora (sus fundamentales libros de poesía El Coloso, de 1960, y el póstumo Ariel, de 1965, o los relatos reunidos luego en Johnny Panic y la Biblia de los Sueños en 1977) y con las obras de otros artistas. De hecho, Plath escribió a su madre que una de sus mayores influencias al escribirlo fue “un film de Bergman”, que según Lynda K. Bundtzen era En el umbral de la vida (1958), donde tres mujeres conversan, en la maternidad de un hospital, sobre la decisión de quedarse con sus bebés o darlos en adopción.

Así, el poema, escrito para ser leído en un programa de radio de la BBC y editado póstumamente en Árboles de invierno (1971), se organiza en torno a tres monólogos dramáticos fragmentados que se alternan y discurren sobre la maternidad y el amor, en una sucesión de imágenes impactantes que son la principal característica de la poesía de Plath y que, en su plasticidad léxica, recuerdan a Susan, Rhoda y Jinny, los tres personajes femeninos de Las olas, de Woolf.

En el manejo de las voces, Plath pone en juego su talento lírico, con un reservorio de imaginería médica impactante, característica de su obra poética y narrativa, que quizá tuvo origen en su visita, de adolescente, a un laboratorio de anatomía junto a su novio Dick Norton. Aquel episodio, convertido en ficción en su novela semiautobiográfica La campana de cristal (que estaba escribiendo cuando hizo este poema), marcó su vida de manera radical. Dice la narradora, Esther, en el capítulo 6: “Buddy me llevó a una sala donde había unas grandes botellas de vidrio llenas de bebés que habían muerto antes de nacer”.

Las imágenes, por un lado, de esa doble latencia (la del feto y la del cadáver) y, por otro, la del bebé saludable, serán definitivas y la perseguirán con una obstinación casi obsesiva:: “En sus frascos los bebés con nariz de caracol se lamentan y brillan”, dice en un poema; en “Una vida” sentencia “Ella vive tranquilamente / sin ataduras, como un feto en una botella”; en “Muerte y Cía”, “Me dice qué dulces / lucen los bebés en sus congeladoras / del hospital, un simple / escote en el cuello, / luego los pliegues / de sus mortajas jónicas, / después dos pequeños pies”. Y quizá esa ambigüedad de lo que aterroriza y enternece sea la que preparó la explosión de subjetividades que es “Tres mujeres”, sin duda el mayor poema largo de Plath. Pero, a su vez, la elaboración de esas tres voces conjuga los puntos de vista que seguiría cultivando hasta su muerte, apenas un año después, en un período muy productivo en el que el tono de la segunda voz, desesperado e histriónico, se volvería hegemónico.

Seis mujeres

Ambos libros (traducidos por Magdalena Palmer y María Ramos, respectivamente) pertenecen a la colección Ilustrados de la editorial y están bellamente editados, con imágenes de Elena Ferándiz el de Woolf y de Anuska Allepuz el de Plath. Teniendo en mente, por un lado, que Hogarth Press se caracterizó por su excelente balance entre imagen y texto (con colaboraciones de artistas como John Banting, Carrington Dora, Roger Fry o Duncan Grant) y, por otro, que Plath era una finísima dibujante y una pintora avezada, el desafío de las ilustradoras no debió ser menor.

No obstante, ambas realizaron un trabajo exitoso. Ferándiz optó por unos hermosos dibujos que invaden las páginas y varían, con ingenio, según el punto de vista de cada relato; las ilustraciones de Allepuz, aunque en un estilo tal vez demasiado cute, funcionan perfectamente y se integran con gracia a la página doble (el libro tiene además el acierto de ser bilingüe), creando algunos climas muy bien logrados en un equilibrio delicado entre diseño, ilustración y buena literatura (marca identitaria de la editorial). Pero si esto no fuera incentivo suficiente, vaya este fragmento: “Se lo podía oír murmurando sobre los bosques del Uruguay, cubiertos de los pétalos de cera de las rosas tropicales, de ruiseñores, playas, sirenas y mujeres ahogadas en el mar”. ¿Quién se le puede resistir?

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