Segunda parte del prólogo de Silvina Ocampo a la antología Poetas líricos en lengua inglesa (Buenos Aires: Jackson, 1952 y Barcelona: Océano, 1999).
Durante el siglo XVI, las mascaradas (Masques), representaciones con abundantes cantos y bailes, que se efectuaban en la corte y en las casas de los nobles, alcanzaron un éxito que fue un feliz presagio para el teatro elisabetano. Las mascaradas de Lyly y de Peele fueron muy aplaudidas, pero el mismo público exigía otros entretenimientos, otros espectáculos. Las universidades tuvieron pronto sus autores, sus actores aficionados. Una era brillante comienza para el teatro; su esplendor llenará de nostalgia el futuro.
La mayor parte de los primeros dramaturgos elisabeteanos se consideraban discípulos de Séneca, pero sus obras resultaron pesadas y muchas de ellas se olvidaron. Entre los importantes dramaturgos que introdujeron cambios considerables en el teatro de aquella época aparecieron: Marlowe, que escribió ese memorable discurso sobre la insaciable aspiración de la poesía, discurso que comienza con el panegírico del rostro de Zenócrate:
Where Beauty, mother to the Muses, sits,
And comments volumes with her ivory pen…;
[Donde la belleza, madre de las Musas, preside,
y comenta volúmenes con su pluma de marfil…]
Ben Jonson, que a veces escribía en prosa los poemas y luego en verso; Webster, tan admirado por Swinburne y por Lamb; John Ford, que buscó para sus obras situaciones más anormales que horribles; Fletcher y Beaumont, que colaboraron tan unidos que perdieron la individualidad; Massinger, cuyas obras (no todas, pero gran parte de ellas) fueron quemadas por la cocinera de Warburton, en 1815, en el fondo de una budinera. —En un paréntesis mencionaré por razones cronológicas a Chapman, el traductor de Homero—. Entre estos importantes dramaturgos brilla y se destaca en la historia de la literatura universal el nombre de Shakespeare.

De la vida de Shakespeare sólo conocemos algunos datos que figuran en las crónicas de su tiempo; los otros fueron sugeridos por sus obras, o inventados. Sin descanso se han discutido la cultura, la identidad y las obras de Shakespeare: todos estos elementos dispares podrían formar varias vidas de poetas y podrían también negar la única y secreta del que las inspiró. Se ha dicho que Shakespeare no era Shakespeare sino Bacon. Se supone que fue educado en una escuela de Stratford y que a los trece años (Bacon tenía la misma edad en esa época) fue a Cambridge. En 1594 Shakespeare era miembro de una compañía de actores, que representó sus obras. Después de la publicación de muchas de sus tragedias, en 1593 y 1594 dio a la imprenta los poemas Venus y Adonis y Lucrece, dedicados ambos a Henry Wriothesley, conde Southampton. Escribió los sonetos entre 1593 y 1596; los últimos en 1600. ¿A quién los dedicó? Existen dos teorías: una sostiene que el W. H. de la dedicatoria es William Herbert, conde de Pembroke; la otra, que es el conde de Southampton. Se ha supuesto que la «dama morena» que figura en ellos era una dama de honor, Mary Fitton, pero nada prueba la veracidad de la hipótesis. Estos sonetos no tienen la forma italiana: no repiten en la segunda estrofa las rimas de la primera.
Shakespeare, que en sus obras de teatro se ha burlado de los sonetos y de los sonetistas, legó el conjunto de sonetos de amor más famoso en la historia de la literatura. Los amantes no necesitarían, ni es sus epístolas, ni en sus coloquios, inventar otras frases. Como las cartas de amor que al quemarse, con un vuelo anaranjado y negro, se convierten en mariposas, dragones, demonios o ángeles, por efecto del fuego, en nuestra mente flota y se eleva, en un proceso renovado, el recuerdo candente de estos versos. Quisiéramos retenerlos y no se dejan captar. Quisiéramos traducirlos y son, tal vez, intraducibles. No parecen escritos con palabras sino con llamas; el dolor no los apaga, los ilumina; la confusión no los empaña, los embellece; la pasión no los destruye, los eleva.

«Mi canto no es tentador como el de las sirenas, pues soy áspero», dijo el visionario John Donne. Pero los defectos o las virtudes de sus versos no radican sólo en la aspereza, sino en la oscuridad.
John Donne era de una familia católica. En Cambridge, desechó las creencias religiosas que le inculcaron sus padres. En Oxford estudió el castellano y admiró obras místicas, como las de santa Teresa y Luis de Granada. En sus primeras sátiras se advierte la influencia de Persio, el joven satírico romano.
Donne acompañó al conde de Essex en dos expediciones navales a España y durante una de las travesías asistió a una memorable tormenta, que le inspiró el poema The Storm. Durante algunos años vivió en Italia y en España. Ben Jonson dijo que Donne escribió antes de los veinticinco años sus mejores poemas; en efecto, casi todas sus elegías, cantos y sonetos fueron escritos en la juventud. Entre sus poemas místicos, a mi juicio, se encuentran sus mejores versos; recuérdese A Hymn to Christ, las elegías XII, XVI y XIX y Hymn to God my God, in my Sickness.
John Donne componía lamentaciones en verso para los muertos y largas cartas. En 1610 escribió sus obras teológicas Pseudo-Martyr, Ignatius his Conclave y Biathanatos. Dedicó el primero de estos libros al rey Jacobo I, quien más tarde le indujo a tomar los hábitos en la iglesia protestante.
Se refiere que estando en París se le apareció, en una visión, su mujer —que estaba en Inglaterra— con un niño muerto en los brazos. Aquel mismo día su mujer dio a luz un niño muerto.
En memoria de la hija de Sir Robert Drury of Hawstead, que murió en la juventud y a quien jamás conoció, Donne pensó escribir todos los años un poema: no llegó a escribir sino los dos primeros, The First Anniversary y The Second Anniversary. En agradecimiento por estos dos poemas, Sir Robert protegió a Donne y a su familia.
Ya en la edad madura, Donne tomó los hábitos. Fue un predicador famoso. Sus Holy Sonnets son hermosos y nobles; algunos de ellos me recuerdan versos de poetas españoles. Ben Jonson, que consideraba a Donne «el primer poeta el mundo en algunas cosas», agregó que «perecería, por ser incomprendido». Dryden y Johnson lo cuentan, con Abraham Cowley, entre los principales poetas metafísicos.
Eclipsados por la brillante aparición de uno de los más importantes poetas ingleses, mencionaré entre los poetas menores (algunos fueron llamados «Cavalier lyrists»*) a Carew, Suckling, Lovelace, Drayton, Wither, Quarles, el orgulloso y agradecido discípulo de Ben Jonson, Robert Harrick, que amó tanto la música, al candoroso George Herbert, que escribió poemas en forma de altares, alas y otros objetos piadosos, y al deslumbrado Richard Crashaw.

Musical y severo, arbitrario y fastuoso, brillantemente personal, John Milton fue el primero de los grandes poetas ingleses que no se dedicó exclusivamente al drama. Como después lo hicieron Wordsworth, Shelley, Tennyson y Browning. Milton cultivó libremente las inclinaciones de su genio. En la infancia, su belleza física, casi afeminada, y su carácter insubordinado llamaron la atención en el colegio. Después de cursar sus estudios se consagró con entusiasmo a la enseñanza. Sus primeras obras fueron escritas en italiano y en latín. Entre los primeros poemas escritos en inglés figuran L’Allegro e Il Penseroso. Desde el comienzo se nota en su modo de versificar una nueva combinación de palabras, una elección laboriosa de epítetos. Hasta entonces no se habían escrito tantas variedades de versos octosilábicos, alegres y graves.
En 1634 Milton escribió Comus (una mascarada). Durante un viaje a Italia, en memoria de la muerte de su amigo Edward King compuso Lycidas. Este poema, severamente censurado por los críticos, no adolece, a mi juicio, de los defectos que señala Johnson, sino de otros más complejos. Johnson reprocha a Milton el haber compuesto un poema en el cual, sin bastante seriedad, llora a un amigo, añorando recuerdos pastoriles inventados y nombrando en vano personajes mitológicos. Los argumentos que esgrime para atacarlo son de orden moral y no literario. «Cuando sobra el tiempo para la ficción» dice Johnson, «es porque hay poco pesar». Pero ¿acaso escribir un poema no es ya una ficción? ¿Sería posible versificar nuestro dolor sin inventarlo, sin recrearlo, sin verlo desde afuera, sin que sus personajes se transformen en otros personajes?
En 1650 Milton, con resolución inflexible, penetró en el Paradise Lost; este poema (escrito en blank verse**) se desarrolla en escenarios grandiosos: el universo, el caos, el cielo y el infierno.
El tema es el destino humano: lo que el hombre podría ser y lo que es. Dos años después, Milton, ya ciego, prosigue su trabajo, lo termina en 1663, y comienza Paradise Regained y Samson Agonistes. Este último poema fue escrito de acuerdo con los cánones de las antiguas tragedias griegas.
Deploraremos siempre que Andrew Marvell, el amigo de Milton a quien debemos los poemas más exquisitos de esa época, no haya dejado una obra más extensa. Sus poemas son como flores de cuyo perfume nunca podremos saciarnos. Siempre sentiremos que los poemas que Andrew Marevell no escribió están en alguna parte. Esos manuscritos invisibles, no del todo perdidos, vuelan por los jardines de la primavera, buscan los labios que podrían pronunciarlos o el oído que podría escucharlos. Son como pequeños fantasmas nacidos de la insatisfacción.
La obra de John Dryden es importante y numerosa. La influencia que tuvo Ben Jonson sobre la generación siguiente de poetas y la que después tuvo Pope son similares a la que ejerció Dryden. A través de Pope, como a través de un filtro, Dryden influyó sobre muchos poetas del siglo XVIII. The Secular Masque, The Fair Stranger, Alexander’s Feast or The Power of Music, On the Death of Mr. Purcell, son poemas memorables y traslúcidos.

Alexander Pope, que en su infancia fue llamado, por la musicalidad de su voz, el pequeño ruiseñor, nació en 1688. A los doce años, por causa de su tenaz aplicación a los estudios, quedó físicamente deformado. Este niño prodigio fue muy tarde a la escuela. Una tía le enseñó a leer y él aprendió solo a escribir, imitando los caracteres impresos de los libros. Como Cowley y Milton, se distinguió por su extraordinaria precocidad. Según su propio testimonio, escribió Ode on Solitude a los once años, a los catorce el poema sobre el silencio, y a los dieciséis muchas de las Églogas.
Pasaba días enteros leyendo y traduciendo (para entretenerse) los clásicos. A los catorce años hizo una versión del primer libro de La Tebaida.
The Rape of the Lock, tal vez uno de sus más inspirados poemas, fue dedicado a Mrs. Arabella Fermor. La epístola de Eloísa a Abelardo, de un monótono y apasionado dramatismo, contiene alguno de los más memorables versos de desesperanza y de pasión. Eloísa, en sus lamentos, confunde a Abelardo con Dios. La composición de esta epístola, escrita en versos pareados, es original y expresiva: sin embargo, se ignoran los motivos por los cuales Pope repudió más tarde esta obra. Tal vez porque trataba de un tema que él jamás había abordado.
Como Van Gogh quiso unir la pintura a la música, Pope quiso unir la pintura a la poesía. En algún momento de su vida lo obsesionó esta idea y estudió pintura con Jervas. Sin embargo, en sus versos no se advierten, como en los de Rossetti o en los del mismo Blake, coloridos y formas que revelen la nostalgia, la preocupación, de vanos ensueños pictóricos.
Después de haber traducido la Ilíada y la Odisea, creyó su deber imitar la obra perdida El Margites, poema épico atribuido, tal vez erróneamente, a Homero. Trató de dar a su obra la misma forma épica y un título similar, de acuerdo con el antiguo estilo griego: The Dunciad. En esta sátira, dirigida contra la imbecilidad y que causó gran escándalo, Pope ridiculiza a casi todos los autores de su época. Con minucioso desprecio describe el reino de la imbecilidad o del aburrimiento. Cibber (poeta laureado de 1730) es el héroe de la sátira.
An Essay on Man consta de cuatro epístolas. «Habrá que considerar esta obra como un mapa general del hombre», escribió Pope a St. John Bolingborke, explicándole su proyecto.
Pope ensayó todos los estilos: escribió una comedia, una tragedia, un poema épico, epístolas y panegíricos dedicados a todos los príncipes de Europa.
Tenía fe en sí mismo y ésta fue una de sus más grandes fuerzas. Cuando alcanzó la madurez, destruyó muchas de sus obras, que juzgó pueriles. Alcander, poema épico inspirado en la leyenda de Santa Genoveva, fue quemado por sus propias manos.
Este poeta estudió durante toda su vida. Infatigablemente leía: según sus propias declaraciones, de los catorce a los veinte años, para entretenerse; de los veinte a los veintisiete, para instruirse; y el resto, para repudiar o admirar las obras. Confiesa que en el comienzo de su vida sólo quiso conocer, y en el final, juzgar.
«Pope ¿fue un poeta?» Esta pregunta ha sido formulada por muchos enemigos de Pope, dando lugar a diversas discusiones. Coleridge fue uno de sus más apasionados adversarios y Byron uno de sus más fervientes defensores.
Notas
* Cabelleros líricos: se dio este nombre a los poetas de la corte durante el reinado de Carlos I
** Verso suelto o libre (decasílabo sin rima)
Deja una respuesta