Es famoso el capítulo de The Purple Land, de W. H. Hudson, en el que Richard Lamb participa de una ronda de historias a la luz del fogón con un grupo de gauchos que cuentan encuentros con el diablo y apariciones, pero se enojan cuando él les habla del Palacio de Cristal, que uno que se llama Lechuza califica de cuento, contra sus «experiencias reales».
A los ojos de los visitantes, muchas veces los gauchos parecen decir cosas disparatadas, dignas de un personaje de Alice in Wonderland, pero con absoluta seriedad. Otro caso se encuentra en A Naturalist’s Voyage Round the World, el diario de Charles Darwin. En efecto, el 26 de noviembre de 1833, el científico inglés anota:
En Mercedes le pregunté a dos hombres por qué no trabajaban. Uno me dijo muy seriamente que los días eran demasiado largos; el otro que era demasiado pobre.
En las memorias de Jules Supervielle hay algunos diálogos dignos de esta improvisada antología, como los protagonizados por Hipólito Hernández, un hombre que dejó el campo por primera vez para visitar a su hermana María, que vivía en un pueblo vecino. Cuenta Supervielle:
Es la hora de almorzar. Después del puchero, se le ofrecen aceitunas a Hernández, que desconfía de todos los alimentos que no son carne. Quiere comer una aceituna de su tenedor, pero no puede. Su hermana lo hace en el primer intento.
—No me sorprende, dice Hipólito: la aceituna estaba cansada.
—¿Querés queso?
—No, el queso es traicionero.
—¿Leche?
—Sí, la leche es un instrumento que usamos en mi casa.
—¿Y una naranja?
—No, la naranja es muy fría.
Después de almorzar la hermana le pregunta:
—¿Jugás al dominó?
—No, es un juego difícil, dice el gaucho con seriedad. Debería conocer la gramática.
Al crepúsculo se despide de su hermana para volver a la estancia.
—¿No le tenés miedo a los fantasmas?, le pregunta la mujer.
—No, estoy acompañado (quiere decir que lleva un talismán consigo).
Un poco más adelante, sigue Supervielle, esta vez hablando de otro hombre que está en su lecho de muerte:
El cura, después de la extremaunción, le pregunta qué le puede ofrecer.
—Un churrasco, dice el agonizante con los ojos ya vidriosos.
Y he aquí que come y resucita.
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