Mientras preparaba una nota para El Observador, Valentín Trujillo me hizo una serie de preguntas sobre Los restos del naufragio, sobre los criterios de selección, sobre los motivos que estaban atrás de mis decisiones, sobre la patria, los poetas, la gauchesca, la noche, Dios. La nota, titulada «La normalidad de los raros», salió el sábado 7 de setiembre de 2019.
¿Cuál es el naufragio? El texto introductorio dice «Hay un vacío en la playa», y luego los objetos desperdigados vuelven a la orilla. ¿Cuál es el lenguaje que va muriendo? ¿Los ahogados son los poetas?
Ese nombre, que para mí es como un espacio para pensar, viene unos versos de Walt Whitman que leí hace mucho, una de sus clásicas enumeraciones, que yo traduzco y renuevo en ese textito de introducción. Siempre me cautivó esa imagen, de alguien que va juntando cosas por la playa (cosa que, por otra parte, he hecho mucho en las costas entre Cabo Polonio y Valizas, donde veraneo hace más de 20 años) como una idea de la cultura. Esa playa a la que van llegando cosas luego del desastre.
Lo que se dice es que algo pasó, ¿no? Y algo malo. Entonces está esa idea de «adiós al lenguaje» en el ambiente y yo, sin nostalgia, sin ponerme apocalíptico, veo eso y pienso que, si todo se disolvió, algo queda. Es en ese momento, en ese lugar inventado, que me posiciono y desde ahí armé los textos: con fragmentos de cosas que fui recolectando durante los años, como hacía mi abuelo, que construía cosas con botellas erosionadas por el mar, piedritas, arena, etc.
Pareciera haber una posible estructura silente entre los autores (y las obras elegidas) en cuanto al sentimiento de lo religioso. Varios de los poetas eran católicos, o sus temas se refieren al sentimiento de fe. ¿Fue explícito? ¿Influyó eso en la elección?
Sé que el ser católicos les pudo costar a muchos poetas ser ignorados por una parte de la crítica, pero yo no los recupero por eso. A mí me encanta la poesía de inspiración religiosa o mística, que se revela a menudo como una literatura muy apta para la experimentación formal más arriesgada, pero además porque esa gente estaba poniendo en juego una dimensión de la experiencia que a los otros no les interesaba, que es la dimensión del espíritu, de la trascendencia.
Todo eso fue dejado de lado por el positivismo, por el batllismo, y pareció haber una especie de conjura silenciosa que lo que hizo fue tapar esas voces. Sin embargo, esas voces están ahí, si uno mira con atención y lo que dicen resuena muy hondo.
Varios de ellos también integraron la generación a caballo entre el 900 y el 45, la que fue (mal) vapuleada por esta última. ¿Por qué te interesa esa gente?
A mí nunca me interesó pensar en generaciones. Cómo vos decís, en el libro hay como un clima general, una melodía común de la que todos participan, y sí hay muchos poetas de ese período es porque ese momento fue rico en poetas que a mí me dicen algo.
Claro que hay excepciones, aunque en general es cierto que esa constelación de autores diversos fue muy duramente ignorada por la autodenominada generación del 45, pero yo me encontré que esa generación, que hizo su fama en una supuesta excelencia, es bastante menos rica de lo que se piensa en general y que las voces más inspiradas eran, para usar un término de Enrique Fierro, «solitarias».
Creo que el ambiente, patético, está muy bien retratado en un artículo de Juan Carlos Onetti que me encanta recomendar, sobre Susana Soca. Para mí, la verdad, que un país como Uruguay se haya dado el lujo de renunciar a alguien como Soca es incomprensible.
¿Se continúa en la crítica literaria uruguaya la tradición de los «raros»? La grilla de poetas integra a algunos muy pocos visitados y leídos hoy. ¿Son los raros de los raros? ¿Es deliberado?
Lo de los raros es bastante complicado. Rubén Darío, que es el que lo inventa, digamos, pensaba en el malditismo y en su selección pesa mucho la biografía. Por ejemplo, se sabe que él leyó poco y nada a Lautréamont, a quien conocía a través de un artículo de Leon Bloy, pero lo agregó igual. Después viene Ángel Rama, que en su famosa antología junta autores muy disímiles bajo esa categoría como quien dice «no sé qué hacer con esta gente».
Lo mío no es ni una cosa ni la otra. Los poetas, los poemas, los elegí guiado por el gusto. Si hay poetas poco leídos hoy o pocos valorados por la crítica de su tiempo es sólo azar, aunque no puedo negar que me seducía la idea de restablecer un diálogo muy rico que se interrumpió a menudo por motivos mezquinos. La cuestión que planteás, sin embargo, creo que es fundamental. El otro día hablaba con Alma Bolón sobre este tema y ella me dijo algo que me gustó mucho. Comentaba esta cuestión, esta fascinación nacional, precisamente, y decía que lo raro, en realidad, es la literatura. Es decir: la verdadera literatura siempre es rara y «lo normal» es otra cosa.
¿Cuáles son esos motivos mezquinos a los que te referís?
El caso más evidente, que no lo protagoniza un poeta, es el de Felisberto Hernández, censurado a menudo por su «anticomunismo», como hace Carlos Martínez Moreno, pero también está ese diálogo entre Emir Rodríguez Monegal, Carlos Real de Azúa y Ángel Rama en el que se habla de Jorge Luis Borges y Pablo Neruda en términos de «evasión» y «arraigo», por ejemplo, que en realidad funciona mejor como muestra de la visión de la literatura que tenían ellos y dice muy poco de las obras supuestamente discutidas.
En el artículo que mencioné antes, de Onetti sobre Soca, él habla de un ambiente «antilicorne» (en referencia a la revista Entregas de La Licorne, donde publicaron Hernández, Jules Supervielle, Emilio Oribe, Esther de Cáceres y el propio Onetti, entre muchos otros) y es realmente lamentable lo que deja ver de esa época, porque estamos hablando de una de las propuestas editoriales más importantes del país.
Desde el punto de vista geográfico (y también temático) existe en la selección una variedad que refleja cosmovisiones que logran salirse del ombligo montevideano. ¿Cómo fue ese equilibrio, buscado o casual?
Ahí la verdad es que no puedo decir que haya una habido una idea previa. Yo elegí poemas pensando en su calidad y en su resonancia y si lo que quedó fue diverso es porque poetas buenos hay de todas partes.
¿Por qué Juan Baltasar Maciel? ¿Por qué sabemos tan poco de la poesía de los siglos XVIII y XIX en el Río de la Plata?
A Maciel lo conocí en un congreso, gracias a un investigador argentino que se llama Juan Ignacio Pisano, que leyó una ponencia sobre la gauchesca colonial. A mí me gustó hacer un capítulo sobre la patria con un autor que nació durante el Virreinato y, además, en Buenos Aires. El poema no es un gran poema (Maciel no es Hilario Ascasubi), pero dice cosas que me hicieron pensar mucho.
Sobre la segunda pregunta no puedo decir demasiado, pero creo que sobre el siglo XIX algo sabemos, aunque falta mucho por investigar. Al menos hay compilaciones como El parnaso oriental que sirven como mapa o guía; en cambio, el siglo XVIII ya es más complicado, tal vez porque la República se funda por oposición a lo anterior.
¿Por qué «la patria es decir no»? ¿El Uruguay se armó desde la negación a ser otra cosa? En todo caso, ¿cuál sería su carácter afirmativo, a nivel poético?
La patria es decir que no en muchos sentidos: es decir que no a España, luego a Portugal, a Inglaterra, al Brasil, pero también decir que no a la Argentina, a Paraguay, etc. A su vez, es decir que no al portugués, por ejemplo, y tal vez por eso en Uruguay es tan difícil asimilar los dialectos de la frontera.
Es decir que no a una forma de hacer literatura, finalmente, que de algún modo se cristaliza con el surgimiento de la gauchesca que, aunque debe mucho a la tradición castellana, intenta separarse. Pero, a su vez, la patria se da en contradicción y para mí eso es lo más interesante: a mí no me gusta la idea de identidad nacional y en eso prefiero no decir nada, ni sí ni no.
¿Por qué la patria es una «contradicción»? ¿Por qué no te gusta la idea de una «identidad nacional»?
Como una contradicción, a decir verdad, es como se la presenta. En cierto momento se cuestionó el concepto del «cosmopolitismo», por ejemplo, en pos de la idea de nación y para mí eso es absurdo: una cosa no niega la otra, para nada.
Hace unos meses, una argentina que conocí en Francia, donde estoy viviendo ahora, me preguntó si yo amaba mi país y yo quedé en blanco, como buen uruguayo. Ella no dudaba en decir que amaba a la Argentina, pero a mí me tomó por sorpresa y no supe qué decir. El amor a la patria siempre me pareció cursi y peligroso, pero a la vez no puedo evitar ver que me gustaría tener un efecto acá, que me paso buscando elementos que me hacen admirar distintas tradiciones locales (no sólo la literaria), aunque la idea misma de lo uruguayo me repela hoy. En todo caso, veo que me gusta poner en juego (como una performance, porque no es otra cosa) una forma de ser de acá que a mí me hace sentir bien y que, creo, intenté dejar en estos textos pero, a la vez, la idea de nación no puedo dejar de asociarla a su origen y ahí ya no me interesa, como no me interesa tampoco la idea de «cultura oficial».
Por momentos, otra recurrencia es lo nativo: potros, jinetes, gauchos, el verso enclavado en lo telúrico. ¿Cuál es hoy el sentido de la nacional en literatura uruguaya?
Yo creo que esa tradición es muy rica en Uruguay, la que hace referencia a las cosas de la tierra. Está en varios de los poetas incluidos, pero también en Juan Zorrilla de San Martín o en Juan Cunha y, más acá en el tiempo, en Circe Maia, en Roberto Echavarren, en partes de la obra de Eduardo Espina o de Eduardo Milán, en Silvia Guerra, en Aldo Mazzucchelli… Son poemas que a mí me gustan mucho, pero sobre todo porque creo que no se quedan en ese enclave en lo telúrico del que hablás, que puede dar versos muy mediocres, sino que se juegan en el terreno del lenguaje, como toda la gran poesía.
Otro posible veta es lo nocturno, lo negro, donde se apoya la pesadilla del noctámbulo. Luz y oscuridad se alternan en el libro. ¿Cómo se juegan los hilos de esa trama?
Yo en un momento me puse a pensar en una selección de poemas que se iba a llamar La noche americana, con muchos nocturnos de todas partes de América. Eran muchos de verdad, así que pude comparar, ver líneas, tradiciones, intereses, modalidades, etc.
En todo caso, a mí este tipo de poesía me interesa de igual manera que me interesa la poesía mística: porque por lo general intenta, sabiendo que va a fracasar, dar cuenta de lo desconocido y, sobre todo, de lo incognoscible.
¿De qué forma trabaja el lenguaje en los párrafos previos a cada poema. Hay algunos que valen por sí mismos (son prosa poética), en una elevación del idioma técnico a un plano estético mayor. ¿Cuáles son las teclas a tocar como presentaciòn al lector de lo que viene?
Cuando escribí los textitos, que son siempre un párrafo más o menos largo, tenía dos modelos: uno es el libro Impresiones en silencio, de Roberto Appratto, que se reeditó hace poco ampliado, y el otro son las columnas que Marosa di Giorgio escribió en Posdata, luego reunidas en parte en el volumen Otras vidas. Ahí creo que está todo: ese comienzo como in media res de las piezas que componen el libro de Appratto, como un pensamiento que irrumpe, esa estructura que se mueve en torno a algo concreto que apenas aparece y de lo que en parte de independiza, por un lado, y por otro esa escritura que se contagia y busca imponer algo propio, una tonalidad personal, pasándole por arriba a la división entre géneros y se hace poema, que es clarísima en Marosa.