El resto de los restos: notas sobre un libro

Como un proyecto del que nadie habla

Todo empezó como un proyecto mínimo, una idea que tuvimos con Mateo para nuestra conjetural editorial, Bisonte, con la que queríamos dedicarnos a la poesía y el ensayo; traducciones (empezamos dos libros que quedaron por la mitad), rescates y nuevos autores. Esta idea, una de tantas, consistía en la publicación de un poema largo o pocos cortos, de poetas que nos interesaran, con algún texto introductorio breve, en formato de pliego, sin costuras pero, como todos los otros planes, quedó en una serie de conversaciones y en algunos mails.
El 21 de agosto de 2014, por ejemplo, le mandé a Mateo un poema de Emilio Oribe que había encontrado leyendo Entregas de la Licorne y que me había parecido especialmente apto, por su capacidad de sostenerse por sí mismo, junto a una breve nota del poeta y su comentario sobre un encuentro con María Eugenia Vaz Ferreira, que había tomado del prólogo a La isla de los cánticos. A él le gustaron los tres textos, «el poema especialmente» y, ahora que ya no está, ese poema cierra este libro, que no es sino una reelaboración de aquél plan original que quedó trunco.

Reconstrucción del jardín

Hace algunos años, en 2016, me invitaron a leer a un evento organizado por Ronda de Mujeres. Fue la única que vez que leí poemas míos en público (un pequeño grupo de amigos, más bien), justo debajo de la escultura central de la Plaza Zabala.
Tenía unos versos que me gustaban bastante, un poco sci-fi y un poco autobiografía infantil, y algunas traducciones (poemas de Louise Glück, Margaret Atwood y Dante Gabriel Rossetti) que uní para formar algo que llamé Destrucción del jardín, nombre que luego sería el de otro blog, pero mis poemas insistían en quedar innominados, hasta que, pensando en algunas cosas, volvió a mí una idea que me rondaba desde hacía mucho tiempo y los reuní, simplemente, bajo el título general «Los restos«.

La playa americana

Uno de los primeros libros de crítica literaria que tuve en mi vida me lo regaló mi madrina en la Navidad de 2011, año en el que empecé mi carrera en Letras en la Facultad de Humanidades. Era Anatomía de la influencia: la literatura como modo de vida, de Harold Bloom, que acababa de salir y que el librero de Pocitos Libros le recomendó efusivamente. Recuerdo leerlo aquel verano en la playa entre Valizas y Cabo Polonio y me viene a la memoria sobre todo un capítulo que para mí fue central, por más que después me alejé mucho de Bloom.
El capítulo se llama «La muerte y el poeta» y tiene como subtítulo «Reflujos whitmanianos» (Whitmanian Ebbings en el original); tal vez porque durante el curso de Washington Benavidez de Literatura Moderna y Contemporánea había sido poseído por Walt Whitman, me fascinó al instante. Bloom habla, entre muchas otras cosas, de “As I Ebb’d with the Ocean of Life” y otros poemas que retoman este espacio de la «playa americana», como algunos de Hart Crane. Dice Bloom, entonces, que «Crane solo es superado por el Whitman de Restos del naufragio (Sea-Drift) como genio americano de la orilla».
Aunque me olvidé de casi todo (ahora estoy releyendo ese capítulo, después de tantos años, y no encuentro algunas cosas que creí que se decían ahí), se ve que esa idea, unida a una serie de imágenes que venían de algunos de los versos citados por el crítico, como los de Amy Clampitt (de «Beach Glass»), me impactaron, porque ha vuelto desde entonces de muchas maneras.

Zhe pú yuan 52

Zhe pú yuan 52 se llamó uno de mis libros de poesía, el más pretencioso y vano, llamado así por un barco pesquero chino. Yo había encontrado un día un cajón de madera con algunos restos de pescado en la playa de Parque del Plata e hice una carrera con Camila para decidir quién podía quedárselo. Llegué primero, lo levanté alto: estaba mojado y pesaba. Lo llevé a mi casa en Pine Park, lo limpié, lo dejé secar al sol y lo transformé en una biblioteca (sigue siéndolo). En un lado tiene una inscripción, con letras negras: Zhe pu yuang 52, que ya casi no se ve tras un barniz no aprobado por mí.
Un día pasaba con Mateo por abajo del Radisson y le contaba esa historia cuando me sugirió buscar el barco en una de esas páginas de shipspotting. Llegué a casa y ahí estaba.

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El libro quedó en poco y nada, pero la preocupación doble, por el mar y la muerte, por los barcos, permaneció, como había estado siempre. Había ensayitos líricos, había traducciones, había versos de un poema, «Trabajo con Lugones», todo conspirando en torno a esa imagen, que en este poema se ven con claridad casi estúpida. Esos versos insuficientes, dedicados a Martina, buscaban dar cuenta de una madrugada en la que cantamos “Mañana zarpa un barco” en la Plaza España mientras mirábamos las luces lejanas y espectrales de los pesqueros en la bahía o de las tardes en las que nos rateábamos de la Facultad para ir a la escollera Sur y nos maravillábamos al ver el esqueleto de un barco tapado de barro, el Cerro, las grúas mordiendo el horizonte.

Las cosas son cadáveres

Ese poema, a la vez, era un homenaje a un poema genial de Leopoldo Lugones, «La blanca soledad», con uno de cuyos versos titulé este capitulito.
Si hubo un texto fundamental para que yo decidiera mi carrera fue La mejor de las fieras humanas, publicado justo cuando yo estaba en medio de mis tribulaciones. Años después pude entrevistar a su autor, Aldo Mazzucchelli. Impactado por uno de sus ensayos («Humanidades y necromántica») le pregunté al respecto de ese «hablar con los muertos»  al que refería en el texto y él respondió unas palabras en las que pensé mucho:

De ahí lo que yo prefiero, de entender al lenguaje escrito como un comunicar, y en especial un comunicar con los muertos. El lenguaje es lo que está entre ellos y nosotros. Se trata de integrar el sistema propio al sistema de ellos, a su legado, y viceversa; y seguir ese juego a los que vendrán. Me parece lindo, agradecido, y me parece muy humano hacerlo. […] Yo simplemente creo que el lenguaje de los muertos está cargado, y que si seguimos cultivando la escritura seguiremos nuestra conversación con los muertos. No es un afán retrógrado o nostálgico el que tengo en mente. Yo no creo que uno pueda recuperar lo que ya no está, esa es una ilusión un poco vana: es, simplemente, que los muertos se comunican igual que los vivos. O sea: cuando una persona viva te dice algo, vos tampoco podés recuperar lo que está adentro de la persona viva; lo que sí podés, es hacer algo vos con lo que te dice. Lo mismo con los muertos. Y por eso los muertos pueden comunicar igual que los vivos. No es necesario estar vivo para comunicar.

El traductor y la arena

En algún punto de 2017, Maggie Sagarra empezó a poner en movimiento lo que sería la revista digital Sotobosque, ahora en impasse. Yo, que la conocía poco pero bien, quise formar parte y se me ocurrió que podía ser por el lado de la poesía: que podía tomar esa idea que habíamos tenido con Mateo y transformarla en algo distinto, teniendo en mente, por un lado, el estilo de los ensayos del libro Impresiones en silencio, de Roberto Appratto, y, por otro, las columnas de Posdata de Marosa di Giorgio.
Tenían que ser poetas uruguayos, dijo Maggie, y muertos, dije yo. Iban a ser entre uno y tres poemas por autor, comentados poética por mí de forma libre, jugando al contagio, alejado de todo estilo «académico» y periodístico, pero intentando a la vez dar claves para la lectura.
Acostumbrado a oír «yo no sé leer poesía», quise mostrar apenas una forma de enfrentarse a un poema y a la vez establecer de algún modo lo que yo espero de un poema, lo que para mí hace bueno a un conjunto de versos, lo que pretendo de la poesía y los poetas.
Cuando Maggie me pidió una biografía, no se me ocurrió más que una introducción al proyecto, que llamé (claro), Los restos del naufragio

Hay un vacío, en la playa, que se fue llenando de los desperdicios del barco que vemos hundirse a lo lejos, manchas negras, humos, su inmensidad como un dinosaurio volcado. Y las botellas, los candelabros, las enciclopedias que se amontonan en la arena, con palos, caracoles, viejas sombrillas olvidadas. Un lenguaje que va muriendo pero respira ahora en restos, en fragmentos dispersos de letra, en balbuceos de los ahogados y todavía dice cosas.

Ese parrafito, me di cuenta poco después, no es sino una traducción apenas disimulada del poema de Whitman, que me había obsesionado por tantos años y, sobre todo, de los versos que dicen:

Fascinated, my eyes reverting from the south, dropt, to follow those slender windrows,
Chaff, straw, splinters of wood, weeds, and the sea-gluten,
Scum, scales from shining rocks, leaves of salt-lettuce, left by the tide

El hombre de la cámara (y el escaner pequeñito)

La idea de Maggie era muy clara: textos, audio con la lectura por parte del autor, imágenes. Así, pensé (como ya había hecho para otros proyectos) en Gastón Haro, fotógrafo amigo, que me parecía la persona más conveniente.
Él tiene una forma de trabajo que a mí me gusta muchísimo, con el que logra imágenes muy impactantes. De algún modo, pienso que hacemos cosas parecidas, porque los dos usamos materiales de descarte, juntamos cosas propias y ajenas (él imágenes, yo palabras) y las unimos para que formen un todo nuevo. Cada mes, entonces, yo elegía unos versos, se los mandaba y, mientras escribía, él armaba sus fotos. De esta manera, siempre había dos interpretaciones del texto: una lingüística y la otra visual, que funcionan juntas o de forma independiente.

¿Otro canon?

Justo antes de la presentación del libro, el 15 de agosto pasado, salió en la diaria de Fin de Semana una breve entrevista que me hizo José Gabriel Lagos al respecto del libro, titulada «Otro canon«. Me gustó: el canon es una vara de medición y para mí este libro puede funcionar de esa manera, pero creo que no es sólo eso.
El libro es también una exploración personal, una bitácora de viaje por la poesía uruguaya, una indagación bastante antojadiza, que tiene mucho de capricho (¿por qué 19 capítulos?, ¿por qué estos poetas y no otros?, ¿por qué estos poemas y no otros?). En esto, el índice quedó conformado de la siguiente manera, sin demasiadas sorpresas:

1. La noche / Sobre un fragmento de “Nocturno” de Delmira Agustini (Los cálices vacíos, 1913)
2. Interiores / Sobre “El patio extraño” y “Tarde” de Enrique Casaravilla Lemos (Partituras secretas, 1967)
3. Variaciones/ Sobre una versión de “La Salve Multiforme” de Francisco Acuña de Figueroa (Mosaico poético, 1857)
4. Exilio / Sobre “Vino para los ojos” de Susana Soca (En un país de la memoria, 1959)
5. Naturalezas muertas / Sobre los poemas “VII (las uvas 2)”, “XX (las castañas 1)” y “XXI (los dátiles)” de Amanda Berenguer (Identidad de ciertas frutas, 1983)
6. Espectros / Sobre “Los matreros” de Blanca Luz Brum (Las llaves ardientes, 1925)
7. La patria / Sobre “Canta un guaso” de Juan Baltasar Maciel (1771)
8. La Casa / Sobre “Sitios abandonados” (Sitios abandonados, 1979), “La casa sin puertas” (Al oído del hombre, 1970) y “Respuesta de retratos familiares” (Llamarlo y despedirlo, 1976), de Concepción Silva Bélinzon
9. Los jinetes / Sobre “Los potros” de Pedro Leandro Ipuche (Alas nuevas, 1922) y de Fernán Silva Valdés (Poemas nativos, 1925)
10. La cena / ​Sobre dos fragmentos de La liebre de marzo, de Marosa di Giorgio (1981)
11. Sonambulismo / Sobre “Berceuse blanca” de Julio Herrera y Reissig (El teatro de los humildes, 1913)
12. La otra noche / Sobre “Insomnio” de Jules Supervielle (Nacimientos, 1951)
13. La voz en el desierto / Sobre “Oda decimosexta” de Orfila Bardesio (Dieciséis odas y una canción, 2001)
14. El pecador / Sobre “Éxtasis y pecado”, “El aire acá” y “La casa en llamas” de Álvaro Figueredo (Poesía, 1975)
15. La suplicante / Sobre “Los pálidos” de Sara de Ibáñez (La hora ciega, 1943)
16. Sobre la hierba / Sobre un fragmento de “Cena del misterio” (El azahar y la rosa, 1962) y “Llegada a la hierba” (La canción de los pequeños círculos y de los grandes horizontes, 1927) de Vicente Basso Maglio
17. Silencio / Sobre “Vía secreta”, “La rima vacua” (La isla de los cánticos, 1925) y el poema XXII de Fuego y mármol, de María Eugenia Vaz Ferreira
18. La ofrenda / Sobre “Santos”  (Harpya destructor o un objeto de poesía o la copa o séptimo libro o la odalisca en receso o la señora electa, 1969) de Jorge Medina Vidal
19. Extático / Sobre “Las serpientes eternas” (Ars Magna, 1960), de Emilio Oribe

El pez y las flores

A los pocos meses de empezar el proyecto Diego me dijo «Estás escribiendo un libro de a poquito» y cuando supe, sentí, que se había terminado, me puse a pensar en publicarlo. Yo había asistido con mucho entusiasmo al nacimiento de la editorial Pez en el Hielo, cuyos libros había reseñado y me parecía interesante que el libro encontrara un lugar en ese catálogo que tanto me gustaba. Un día, por eso, hablé con Gonzalo Baz, editor junto a  Daniela Olivar, y quedé en mandarles los textos y las fotos de Gastón para que lo evaluaran. Al tiempo respondieron que les gustaba la idea y ya nos pusimos a pensar en cuestiones de logística. Yo vivía ya en Francia y todo se fue dando mediante un largo intercambio de mails, mensajes de Messenger y WhatsApp, siempre con los horarios corridos, entre las correcciones, notas sobre la diagramación y el diseño a cargo de Bárbara Nilson, etc. Los restos del naufragio Tapa PEZ EN EL HIELO_page-0001
Un momento que me gustó especialmente fue cuando Gonza y Dani me preguntaron quién me parecía que podía encargarse de la portada, ya que la práctica habitual de la editorial es la de mostrar obras de artistas actuales a través de sus tapas. Yo sugerí el nombre de Erika Bernhardt, fotógrafa que sigo y admiro, a ellos les encantó la idea y me puse en contacto.
A ella también le gustó el proyecto, del que le hablé de forma bastante general, y al tiempo mandó una selección de 24 fotos que volvían sobre otra de mis obsesiones: las flores. Incapaz de tomar una decisión tan complicada, quedó todo en manos de los editores y de Gastón, que justo coincidieron (en sus selecciones) en una foto, que al final fue la elegida.

La casa y el poeta

Sin embargo, en lo que yo pensaba todo el tiempo mientras hablaba con Gonza y Dani,  con Gastón y Erika, mientras mandaba correcciones, en plena canícula, o miraba las pruebas del libro y fotos suyas, ya desembarcado en la Feria de Editores de Buenos Aires, era en la presentación. Casi desde el principio había pensado que tenía que ser en el Museo Zorrilla, casa de veraneo de Juan Zorrilla de San Martín, llamado «el poeta de la patria».
Hablamos entonces con Sofía Gervaz, encargada del área de Letras, y, con el apoyo de Mercedes Bustelo, directora del museo, fijamos una fecha. Ellas propusieron el 15 de agosto, día que me pareció excelente por tratarse del día de la Asunción, y quedamos en hacer una lectura, para la que invité a los poetas Roberto Appratto, que no pudo por motivos de trabajo, Gustavo Espinosa, que canceló poco antes por cuestiones familiares, Claudia Campos, Roberto Echavarren y Melisa Machado. Yo tenía un plan, que era leer poemas de todos los poetas incluidos, pero lo que pasó fue mejor.
Pude leer unos versos hermosos de Zorrilla de San Martín (no incluido en la selección), de Casaravilla Lemos y de la inspirada Orfila Bardesio; 
Claudia Campos leyó algo mío y no me avergoncé y leyó a Delmira Agustini y a Blanca Luz Brum; Roberto Echavarren leyó «Las nubes magallánicas», de Amanda Berenguer, que sonaron fantásticas en ese museo que tiene una proa de vidrio contra el mar y Melisa Machado, para terminar, leyó algunas de las visiones del fin de Sara de Ibáñez. Con vino blanco que nos había dado Toscanini y muchos amigos, fue una buena noche, amable para la poesía, de la que quedaron fotos de Agustín Pacheco y el recuerdo feliz.

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Vivo en conversación con los difuntos

Un viernes antes de la presentación fui, invitado por Fernando Medina, a hablar a la radio, a su programa Oír con los ojos, título quevediano que me pareció muy acorde a lo que yo venía haciendo. Esa ocasión, en la que conversamos de muchas cosas, fue la segunda irrupción pública del libro, porque ese día había salido, en Brecha, una preciosa reseña de Isabel Retamoso, en la que la crítica dice cosas como

el libro, pequeño y con los textos acompañados por fotografías de Gastón Haro, nos ayuda a acercarnos hasta una puerta que al abrirla deja ver un cuarto repleto de gasas vaporosas entre las cuales reposa la Nena, Delmira Agustini, echada en una gran cama; o una cocina donde Amanda Berenguer descubre sus términos morados al contemplar las uvas; Casaravilla Lemos escuchando las vibraciones de su patio que se ensancha y se reduce; es enfrentarse al insomnio, a la vergüenza, a los restos de angustia; Susana Soca merodeando un invierno eterno para reencontrarse con aquello que fue suyo de imprevisto cuando el fuego de sus ojos la llevó a posarlos sobre lo ajeno.

A las semanas, el libro fue además recomendado en El Observador, donde días después salió una nota de Valentín Trujillo, escrita en parte a partir de una interesantísima serie de preguntas que me había hecho mientras estaba en Montevideo. Dice en ese texto el periodista:

Hay un doble mérito creativo de Álvez Francese –que estuvo en Montevideo un par de semanas para presentar el libro y participar en un coloquio de autores emergentes, y regresó a París, donde cursa una maestría en filosofía–. Por un lado, la minuciosa construcción de breves “párrafos” introductorios a cada autor, sutiles y con rumbos apenas sugeridos (deudores confesos de Roberto Appratto). Por otro, el gran acierto está en el conjunto global: en 108 páginas se puede entender una parte fundamental de la lírica nacional de los últimos tres siglos. ¿Y las ausencias? Pueden dialogar de forma silente con los que están. Los poemas de estos uruguayos esparcidos por la playa del tiempo y el olvido regresan con el libro a los renovados ojos de los lectores de una patria en contradicción. Por eso merecen leerse.

Después, mientras esperaba la segunda presentación, que se haría en la Feria del Libro de Montevideo y en mi ausencia, apareció otra crítica, esta vez de Roberto Appratto, como ya he dicho escritor indispensable para la gestación de este libro. En un texto llamado «Emerger desde el abismo» y publicado en el sitio de la librería Escaramuza, el poeta comenta:

Álvez lee y escribe al mismo tiempo, como para probar a la vez la validez del ejemplo y la fuerza de su instrumento, la capacidad para ir probando, sostenido en su lenguaje, hasta dónde se puede ir a partir, por ejemplo, de «Cena del misterio» y «Llegada a la hierba» de Basso Maglio (…) Es interpretar el sentido, el hacia dónde van los versos, lo que Álvez hace aquí y en otros sitios. Una forma de escritura que vampiriza su objeto para hacerse poesía, y que dignifica al mismo tiempo los restos y su reciclaje por medio de la escritura.

Esa misma semana (el 4 de octubre, para ser exacto) y como parte de una suerte de homenaje a Marosa di Giorgio, apareció en las páginas del Suplemento de Cultura de la diaria un extracto del libro: el dedicado a la poeta salteña y a un fragmento de su libro La liebre de marzo (1981), que había elegido con ayuda de Mateo, mucho más conocedor de su obra que yo.

Une épave heureuse

En un curso sobre traducción leí, creo que por primera vez, el principio de El órden del discurso, de Michel Foucault, en francés. Algo que en la traducción de Tusquets pasa desapercibido, entonces, me llamó la atención.
Esta es la versión de Alberto González Troyano:

El deseo dice: «No querría tener que entrar en este orden azaroso del discurso; no querría tener relación con cuanto hay en él de tajante y decisivo; querría que me rodeara como una transparencia apacible, profunda, indefinidamente abierta, en la que otros respondieran a mi espera, y de la que brotaran las verdades, una a una; yo no tendría más que dejarme arrastrar, en él y por él, como algo abandonado, flotante y dichoso»

Está traduciendo un párrafo importante, que en francés es así:

Le désir dit: «Je ne voudrais pas avoir à entrer moi-même dans cet ordre hasardeux du discours ; je ne voudrais pas avoir affaire à lui dans ce qu’il a de tranchant et de décisif ; je voudrais qu’il soit tout autour de moi comme une transparence calme, profonde, indéfiniment ouverte, où les autres répondraient à mon attente, et d’où les vérités, une à une, se lèveraient ; je n’aurais qu’à me laisser porter, en lui et par lui, comme une épave heureuse.»

Es en la última frase que me detengo en el original, la que dice «je n’aurais qu’à me laisser porter, en lui et par lui, comme une épave heureuse». Como no sabía qué quería decir épave la busqué en el diccionario, sólo para ver que puede ser pensado como «resto del naufragio», idea que por supuesto me entusiasma. Lo comenté en Facebook y el poeta argentino Silvio Mattoni me recordó un poema de Baudelaire, que yo conocía como «Los despojos» y que en francés es «Les Épaves», en realidad conjunto de poemas que tiene varias de las piezas censuradas de Les Fleurs du mal.
Me quedo con el naufragio feliz de Foucault, esa utopía de libertad, ese dejarse hablar, entrar al discurso subrepticiamente, que en parte es la idea que yo tuve cuando armaba estos textos, y sigo numerando los avatares de este libro, que el 12 de octubre (de todos los días) se presentó en la Feria Internacional del Libro de Montevideo en una parte que dio en llamarse Espacio Marosa. Las presentadoras, esta vez, fueron Isabel Retamoso, que leyó una versión modificada de su reseña, y Nadia Navarro, que hizo lo suyo con los capítulos dedicados a Susana Soca y a Álvaro Figueredo.

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