Hay, por supuesto, dificultades materiales (tiempo, organización, espacio), pero la principal limitación es espiritual: no escribo la novela, simplemente, porque el sujeto humano no tiene ningún interés para mí.
Me rodeo, claro, de cosas humanas. Como el personaje del Criticón de Gracián “Viéndome sin amigos vivos, apelé a los muertos, di en leer” y pongo esos libros, esas caras, unos sobre otros, en el escritorio, en la cama, el suelo.
Corto los textos, armo a partir de los restos: recibo las citas, que van siendo arrojadas de forma azarosa frente a mí y las dejo entenderse, organizarse por afinidades que se tejen en secreto. Con esas palabras de voces muertas (que los autores estén vivos es irrelevante) se crea algo, y, al final, sólo se trata de poner un orden, haciendo ojos ciegos al hecho de que eso se mueve solo cuando no estamos presentes.
Hago un gesto lento y…
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